El capricho del vaquero

Capítulo 10: Mañas

Los días de reposo transcurren rápidamente y me veo de nuevo en mi trabajo, concentrada en peinarle las crines a los caballos mientras aprendo a herrar con la excelente enseñanza de Pedro, sin prestarle el más mínimo interés a Ivo cada vez que nos supervisa, y sé que se extraña porque solía ser amigable con él, hasta el punto de sacarle sonrisas sincerar aunque fuera a la fuerza, y eso ya no ocurre.

Detengo el cepillo en la melena de Pastor y lo miro con disimulo.

Conversa ahora con Pedro, que viste un delantal de cuero, del que cuelgan herramientas para herrar.

Presiono los labios y palmeo el lateral del lomo de Pastor como despedida antes de conducirlo a su recinto.

Si bien he evitado demasiado a Ivo en estos pocos días, él parece no perder el tiempo, como si no le afectara mi indiferencia. Antes se empeña en estar cerca cada vez que puede y no pierde la tenacidad en cuanto me pregunta cómo estoy, si ya no siento ninguna incomodidad en el pie, y eso, francamente, me derrite el corazón, pero no puedo permitir que se derrita por completo. No deseo lastimarlo ni que se encariñe conmigo en vano.

Cierro el recinto de Pastor y me quedo unos minutos frente a él, con la mirada puesta en su pelaje bayo.

—Es muy precioso, ¿verdad?

Muevo los labios para darme ánimos y le asiento.

Madison se pone a mi lado y también lo observa, fascinada.

—Fue el último regalo del abuelo a Ivo. Aunque no lo monta, lo ama demasiado y está atento a él todo lo que puede —me dice en voz baja, y siento cómo arrima la mano a su cadera. Es un movimiento sutil para también rozarme—. Brizna le robó el corazón en cuanto llegó aquí.

Ladeo la cabeza.

—Su yegua, ¿no?

—Esa misma. Parece macho, ¿verdad? —se ríe.

—Es imponente —solo me limito a contestar, y me vuelvo para regresar con Pedro. Herrar se ha vuelto interesante, aunque es un trabajo de mucha paciencia—. Con permiso, señorita Madison.

—Espera.

Me detengo por pura cortesía. —¿Sí?

—¿Cómo sigue tu tobillo?

—Ya no lo siento. —Bajo la mirada y contemplo mis pies calzados con botas—. Bueno, a veces, cuando me apoyo mucho en él, me salta un dolor punzante, que no tarda mucho.

—Debieron darte más días de reposo —resopla.

Me giro por completo y le sonrío.

—Han sido suficientes, señorita…

—Madison. Solo Madison —me ordena con una sonrisa suave, muy en contraste con el tono irritado—. Y lo siento mucho —susurra en un intento por aligerar la tensión que acaba de nacer entre nosotras.

Hago todo lo posible para no entrecerrarle los ojos, porque empiezo a entender a qué se refería Ivo exactamente con que le tenga cuidado: es muy caprichosa y se niega a que le lleven la contraria. Por lo mismo, Wyatt y los vaqueros escapan de su visión periférica cada vez que tienen oportunidad. Incluso Pedro es reservado y solo se dirige a ella cuando es necesario. El mismo Ivo le huye también.

Entonces, no entiendo por qué…

«No, es familia. Claro que tiene derecho a vacacionar aquí», me corrijo.

—No te preocupes —logro responderle con la voz serena—, fue un momento repentino. Las serpientes, aunque inofensivas, le dan mucho pavor a Pastor, y solo lo supe ese día. De ahora en adelante tendré más cuidado.

Su sonrisa se ensancha y se acerca para agarrarme de las manos.

Solo puedo regresarle el gesto con una mueca «amistosa».

—Pero yo lo sabía y no te advertí. —Saca sus labios en un puchero demasiado infantil para mi gusto, y me sorprendo con su actitud cambiante—. Si te hubiera advertido —revolotea las pestañas, y el entendimiento me abofetea—, nada de eso hubiese ocurrido. —Presiona mis manos y se acerca más.

Retrocedo aturdida.

«Espera, ¡espera!».

Que me pidiera dirigir a Pastor por esa zona, su susto, su caída…

¡Lo planeó todo!

—No podemos contra las casualidades, Madison. —«Víbora ponzoñosa».

Lucho contra su agarre, pero se resiste.

—Aun así —se relame los labios, y es inevitable posar la mirada en ellos, porque son regordetes y en forma de corazón—, discúlpame.

—Eh… —Subo los ojos y los fijo en los suyos, castaños, con un brillo divertido—. Ya está, Madison. —Saco las manos de su jaula y reculo más aún—. Debo volver a mi labor. Con permiso.

—De verdad me gustas, Abel Greenwood.

Me petrifico y la contemplo sobre mi hombro.

—Me alegra que yo le agrade —balbuceo con aparente ignorancia.

Se enseria.

—Me gustas.

«Ay, Dios».

Asiento y casi corro hacia el establo, con ella detrás.

—¡¿Y si te invito a salir como disculpa formal?! —exclama a mi espalda, y acelero el paso.

—Madison, déjalo en paz.




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