El capricho del vaquero

Capítulo 11: «Cita»

Me bajo de la bicicleta de un salto en cuanto llego a la carretera y me encuentro con Madison, que me espera recostada en el capó de la camioneta donde me transportó Ivo hace unas semanas, cuando me lesioné y cuando terminé mi primer día oficialmente. Trato de no mostrar mi descontento porque daña mis planes con la cama y el teléfono, y sostengo la bicicleta a mi lado mientras me acerco a paso medido, como si huyera de un depredador, y es que Madison ahora parece uno.

Su piel bronceada se deja besar por el sol de la tarde, un poco hastiado de las nubes que pasan enfrente de él, y su cabello está suelto; reposa en sus hombros y se extiende hasta sus caderas. La falda con patrones indios se mece con el viento y le cuelgan unos aretes artesanales de las orejas con gracia. Su rostro deja de enseriarse al mirarme. Los ojos le brillan con algo que no deseo reconocer porque le dolerá en el corazón una vez que se entere de que soy mujer y la sonrisa se le ensancha.

Me permito contemplarla un poco más, como no he hecho desde que la conozco.

Es una mujer preciosa, de rasgos estadounidenses y a su vez nativo americanos. Por lo que sé, su padre es un arapaho, y debe ser una belleza. Heredó tanto de su madre como su padre, aunque predomina en su piel la ascendencia de la madre, que ganó más en genes hereditarios. Sea como sea, Madison se roba miradas por donde va, aunque los que la conocen saben bien que es mejor tenerla de lejitos.

Se aleja del capó y, sin cuidado, me abraza con fuerza.

Sujeto la bicicleta para que no se estrelle en la tierra y al mismo tiempo guardo distancia con su pecho, que intenta rozarse con el mío. Solo con un brazo le devuelvo el abrazo y le sonrío cuando se aleja sin dejar de asir mis hombros.

A pesar de que calza unas botas con tacón, no le es suficiente para poder estar a mi altura, y agradezco que sobrepaso el promedio.

«Mi poderosísimo metro setenta y seis me ayuda a ser más camaleónica».

Lanza el pulgar sobre el hombro en cuanto me suelta y menea las cejas.

—Te llevaré. —Abro la boca para replicar, pero se me adelanta—: ¡Vamos, Abel! —Se gira y se encamina hacia la puerta del piloto.

Presiono los labios, contengo el suspiro resignado y rodeo la camioneta para subir la bicicleta en la batea. Ya este tipo de esfuerzo no me deja sin aliento ni me duelen los brazos. La cargo con suma facilidad y la deposito con cuidado para después asegurar la batea y dirigirme al asiento del copiloto. Cierro la puerta y me ajusto el cinturón.

Madison me da una sonrisita entusiasta y enciende el motor.

—¿Qué tal el día? —me pregunta cuando se enfila en la carretera, y me fijo en el camino.

—Ahora ya sé poner y cambiar las herraduras —contesto orgullosa, y engancho los pulgares en el cinturón—. Podré serle de más ayuda a Pedro, que está encantado con mis esfuerzos.

Tamborilea los dedos en el volante y asiente, concentrada en conducir como se debe.

—Según escuché de Ivo, también estás interesado en aprender una que otra cosa sobre veterinaria, ¿verdad?

La contemplo con una sonrisa alegre.

—Sí, y en un futuro me encantará formarme profesionalmente como veterinaria zootecnista.

Me regresa el gesto en cuanto puede echarme un vistazo.

—Se te nota que será por vocación.

Asiento con firmeza.

—Soy más de animales que de personas, ¿sabes? Nunca tuve mascotas, a mi madre no le agradan, así que solo podía ver a los pájaros y a las ardillas en el jardín, añorar a los perros que paseaban sus cuidadores cerca y soñar con los gatos que saltaban las vallas, huyendo de otros. —Hago una mueca y bajo la mirada, apesadumbrada por los recuerdos—. En fin, por eso y más decidí mudarme aquí. Amo la naturaleza, amo a las vacas, amo a los caballos, aunque antes les tenía miedo, y amo todo lo que representa este estado. El verdor me da serenidad y se respira verdadero aire, para nada cargado de humo y toda la peste que sueltan las grandes ciudades.

Ladea la cabeza y aleja una mano del volante para palmearme un muslo.

No doy un respingo porque sé que su acción es para darme apoyo, a pesar de que, con el transcurrir de los segundos, no la aleja y me hace mirarla con los ojos entrecerrados.

«Oye, sácame la mano», me gustaría gruñir, pero creo que es suficiente con mi mirada.

Se percata de ella y retira la mano con una risita baja.

—¿De qué parte de Maine eres? —inquiere para alivianar mi irritación por sobrepasarse—. He estado allí.

—Harpswell —respondo resuelta.

Claro que me documenté también al respecto, porque ¿de qué vale mentir si no sabes lo suficiente? Para una buena mentira debes tener una buena coartada, y por ello, en cuanto decidí que Maine sería mi lugar de origen ficticio, me compré varios libros digitales que hablan de rutas de senderismo, los mejores lugares que visitar, su población y qué tanto comparte con la frontera con Canadá. Y Harpswell me ganó por su naturaleza.

—Un pueblo pequeño, ¿eh?

«Sabía que eso contestarías».

—Sí, y por lo mismo solo nací ahí. Mi madre es una aventurera completa, parecida a una hippie, así que se quedó en Harpswell por un tiempo, hasta mi nacimiento, y poco más tarde empezó su travesía de nuevo, conmigo a cuestas, por supuesto —relato la mejor mentira de mi vida, y se me hincha el pecho de puro orgullo—. Entonces, no me crie en un solo lugar. Nuestro último hogar fue en Lewiston.




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