La habitación estaba en silencio, envuelta en esa luz tenue que solo los hospitales caros saben producir. Un silencio que, lejos de tranquilizarme, me tenía con el corazón acelerado como si estuviera a punto de robar un banco y no solo vigilando a un jefe que creía que yo era su esposa.
Luke dormía hecho un bollito en el sillón, abrazado a su dinosaurio verde, respirando profundo. Mi bebé, al menos, tenía paz.
Yo no.
Mis pasos eran suaves, casi cuidadosos, mientras entraba hasta quedar frente a la cama. Logan dormía aún, respiración profunda, mandíbula relajada. Se veía… distinto. Humano. Nada que ver con el tirano que me gritó hace apenas unas horas porque llegué tres minutos tarde.
Tres. Malditos. Minutos.
Y ahora aquí estaba, viéndolo dormir como si fuera la escena de una película romántica. Casi me reí.
No. No había nada romántico en esto.
Nada.
Pero mi mirada no se apartaba de él.
—Esto es ridículo —murmuré, cruzándome de brazos mientras lo observaba.
Ya estaba arrepentida.
Martins había salido hace unos minutos para preparar “las bases del acuerdo” y ajustar mi nueva vida de ficción. Fantástico. Magnífico.
Increíblemente estúpido.
Yo iba a fingir ser la esposa del hombre que más detestaba.
Bueno, uno de los que más.
Mi último ex infiel podría quitarle el podio fácilmente.
Suspiré.
—Hombres, el gran problema que han sido en mi vida—dije entre dientes.
Me giré, lista para despertar a Luke y huir de ahí antes de que esto se volviera aún más absurdo.
Pero una voz ronca, cálida y suave me detuvo.
—¿A dónde vas, esposa?
Me giré tan rápido que casi me tuerzo el tobillo.
Logan estaba despierto. Sonriente. Sí, sonriente, como si verme ahí fuera lo mejor que le había pasado en años.
Y yo sentí que la sangre me bajaba a los pies.
—No soy tu...
—Daisy… —susurró mi nombre como si lo saboreara, como si lo reconociera desde un lugar profundo—. Gracias por quedarte.
Me congelé.
No era el Logan que yo conocía. Ese hombre nunca sonreía así. Ni a mí, ni a nadie. Esa sonrisa era suave. Casi… dulce.
No. No. Dulce no.
—No tienes que agradecerme —atiné a decir, tensa—. Solo vine a ver cómo estabas.
Él ladeó la cabeza, estudiándome como si fuera una obra de arte. ¿Quién demonios era este ser?
—Estás molesta —afirmó, sin quitarme los ojos de encima.
Yo tragué saliva.
—No lo estoy.
—Sí lo estás —dijo con una tristeza tan genuina que por un segundo me sentí una villana—. Y lo entiendo.
¿Lo entiende? ¿Qué entiende?
Me frunció el ceño.
—Fui un mal esposo, ¿verdad?
Mi cerebro hizo cortocircuito.
—¿Qué?
—Lo veo en tu cara. En cómo me miras. En cómo te alejaste cuando desperté antes —hizo una pausa breve—. Tuve que haberte lastimado en el pasado. No puedo recordar cómo, pero puedo sentirlo. Estás huyendo de mí.
Me quedé muda.
¿Podía existir algo más absurdo que este hombre disculpándose conmigo cuando llevaba seis meses tratándome como si yo fuera una plaga?
—Oiga, no tiene que decir nada. Yo no soy—me callé. Ya no podía negarlo. Debía actuar mi papel con destreza para auspiciarle un futuro holgado a mi hijo.
Lástima que nunca fui una buena actriz. La cara me delataba antes de mis palabras.
—Sí tengo —insistió, con esa terquedad suave que jamás le había visto, y que me desarmó un poco—. Y voy a arreglarlo. Te lo prometo.
Me dolió algo en el pecho. No sé qué, ni por qué.
Respiré hondo.
—Deberías descansar.
Sonrió débilmente.
—Solo si te quedas.
—¿Qué?
—Daisy… —cerró los ojos un instante, como reuniendo fuerzas—. No me abandones esta noche.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Era tan vulnerable, tan opuesto al hombre que conocía en la oficina.
¿Así solía tratar a la gente que le caía bien?
Mis hombros se tensaron.
Intenté recuperar mi sensatez.
—Yo no voy a abandonarte. Solo voy a...
—Dormir aquí —interrumpió, como si fuera lo más obvio del mundo—. Conmigo.
Mis ojos se abrieron tanto que pudieron haber caído al piso.
—¿Perdón?
—No quiero dormir solo —susurró—. Siento que si me duermo solo, no voy a despertar donde debería estar.
¿Dónde debería estar?
Me acerqué automáticamente, como si ese tono hubiera activado mi instinto básico de “calmar caos”, ese mismo instinto que uso con Luke cuando llora.
—Estás en un hospital, Logan. Estás seguro.
—Estoy seguro porque estás aquí.
Mis mejillas temblaron.
No, Diosito, ya no aguantaba eso. Entre la consternación y la risa nerviosa, mi expresión se desfiguró.
—Logan…
Él abrió los ojos apenas, mirándome como un cachorro gigantesco y confundido.
—¿Lo ves? Claro que estás molesta conmigo. —Suspiró—. Eso pasa cuando no eres un buen esposo. Pero te lo juro, Daisy, esta vez haré las cosas bien.
Le quería decir: “No eres mi esposo”.
Le quería gritar: “Tengo cero interés en ti”.
Le quería recordar: “Eres un jefe horrible”.
Pero no podía.
Porque Luke, mi pequeño, dormía a un costado creyendo de verdad que ese hombre era su papá.
Porque fuera de esa habitación, la ciudad entera creía lo mismo.
Porque yo había aceptado.
Había aceptado esta farsa.
Y porque Logan, en ese instante, no era el hombre cruel que me gritaba por llegar tarde. No era el jefe que me hacía contar hasta los segundos. No era el CEO que solo hablaba con órdenes.
Era otro.
Uno que creía que yo era lo único estable en su mundo borroso.
—No puedo dormir aquí —intenté argumentar, aunque mi voz salió más suave de lo que pretendía—. No es apropiado.
—Eres mi esposa —susurró como si eso fuera la respuesta universal a todo—. Claro que es apropiado.
Casi me río de la ironía.
Si él supiera lo poco apropiado que era todo esto.