El Ceo necesita una esposa

Capitulo 1

La residencia Montenegro se alzaba como un templo de poder, un santuario que no necesitaba altares para inspirar reverencia. La fachada, con columnas de mármol y ventanales imponentes, parecía observar al mundo con un desdén silencioso. El eco de los pasos en el salón principal era como un recordatorio de que allí, hasta el aire obedecía órdenes.

Los techos altos, coronados por molduras doradas trabajadas a mano, atrapaban la luz cálida de las lámparas de cristal que pendían del cielo como constelaciones cautivas. Cada destello era un latido de lujo, rebotando contra paredes revestidas de mármol pulido que olían levemente a cera de abeja y antigüedad. Detrás de los ventanales, la ciudad de Puerto Esmeralda se extendía como un imperio conquistado, con sus luces parpadeando sumisas a los pies de la familia Montenegro.

En el centro del salón, una mesa de caoba maciza se erguía con la solemne autoridad de un altar y la frialdad de un tribunal. Su superficie brillaba como si el tiempo mismo hubiera detenido su desgaste, lustrada con paciencia obsesiva.

Sentada con una elegancia tan precisa que parecía ensayada, Elena Montenegro reinaba desde su lugar con la naturalidad de quien sabe que nada en ese espacio le es ajeno. El traje de seda marfil, suave como una caricia peligrosa, caía sobre su figura como una corona invisible. En su rostro había una cordialidad entrenada, pero sus ojos —dos fragmentos de hielo— dejaban entrever un destello de advertencia que no necesitaba palabras.

Frente a ella, Aníbal Suárez se removía en el asiento. Sus dedos, rígidos, ajustaban el nudo de su corbata una y otra vez, como si pudiera estrangular con él la creciente ansiedad. El sudor, frío, le recorría la espalda bajo el saco. Había sido un hombre que caminaba con el pecho inflado por el poder, pero ahora la tensión le curvaba la espalda y le apagaba la mirada. Tragó saliva, sintiendo que hasta ese gesto era una confesión de debilidad.

A unos pasos, Dylan Montenegro estaba junto a la chimenea. Su silueta alta y rígida se recortaba contra el parpadeo anaranjado de las llamas, que crepitaban como si intentaran arrancarle un rastro de humanidad. El traje negro abrazaba su figura con severidad, y su expresión —casi esculpida en piedra— no revelaba ni un matiz de lo que pensaba.

El silencio se alargó, tenso, hasta que Elena lo quebró con una voz templada y afilada como un bisturí.

—Aníbal… tú y yo sabemos que los favores no caducan. Y en esta casa, las deudas se saldan… aunque haya que pagar con sangre.

La frase quedó flotando, como humo pesado que no encuentra salida. Un leve tic cruzó la mandíbula de Suárez; sus ojos parpadearon rápido, como si intentara desterrar un recuerdo. Y sin embargo, fue arrastrado hacia él: una década atrás, su emporio tambaleándose, el peso de las demandas aplastándole, el olor metálico del fracaso acercándose. Los inversionistas le cerraban puertas, los jueces abrían expedientes… y entonces, Álvaro Montenegro había aparecido. Un lobo con sonrisa de salvador. Dinero, contactos, protección. Un pacto sin condiciones… o eso creyó entonces.

—Ya he pagado por eso —gruñó, intentando dar firmeza a la voz, aunque por dentro el tono se le resquebrajaba.

Elena inclinó apenas la cabeza, con una sonrisa desprovista de calor, como quien observa a un insecto agitarse antes del golpe final.

—¿De verdad lo crees?

Levantó la muñeca y dio un leve golpecito en el cristal de su reloj Cartier. El sonido fue tan sutil que cualquiera podría haberlo ignorado, pero en ese silencio se sintió como un martillazo de sentencia.

—Montenegro Group sostuvo a Suárez Holdings cuando estabas a punto de desaparecer. Y ahora… Dylan necesita algo que ni el dinero ni el poder pueden comprar.

Aníbal desvió la mirada hacia Dylan, como buscando un salvavidas. Pero el joven Montenegro no se movió. Sus ojos seguían fijos en las llamas, con esa quietud peligrosa de quien ya tomó una decisión.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Suárez, y su voz fue apenas un hilo que se quebró en la última palabra.

Elena ladeó la cabeza, con esa pausa cargada de expectativa que tienen los depredadores justo antes de morder.

—Una esposa, —dijo.

El mundo pareció suspenderse. El fuego dejó de crujir, las lámparas parecieron apagar su brillo por un segundo. Ni siquiera el reloj marcó la siguiente fracción de tiempo.

—¿Una… esposa? —repitió él, como si la palabra tuviera un sabor amargo que se le pegaba al paladar—. Pero si tiene precio, la puedes encontrar en cualquier parte.

—No queremos cualquier esposa —continuó Elena, con el tono medido de quien dicta cláusulas—. Dylan necesita a alguien que pueda traer equilibrio a esta casa, que sea madre para Valentina. Alguien… que selle la unión entre nuestras familias.

Aníbal sintió un golpe seco en el pecho. No era solo un acuerdo; era una orden disfrazada de oportunidad. Las imágenes le llegaron como cuchilladas: Greta, ambiciosa, de porte impecable, un reflejo calculado de su madre; y Greeicy, la hija que había nacido del amor y del error más grande de su vida, con esa risa libre que él siempre temió que el mundo le arrebatara.

—¿Me estás pidiendo que sacrifique a una de mis hijas por una deuda? —preguntó, y esta vez la amargura se filtró en cada sílaba.

—No. Te lo estoy exigiendo —replicó Elena, con la calma de quien ya prevé la victoria.

La garganta de Aníbal se cerró. Sentía la presión de un invisible lazo alrededor del cuello. Sabía que, si desafiaba a Elena Montenegro, su imperio mediático caería como un castillo de naipes. Lo sabía él, lo sabía la ciudad. Nadie sobrevivía a un enfrentamiento con esa familia.

Elena se recostó en su asiento, cruzando una pierna sobre la otra. Su perfume —una mezcla de gardenia y algo más oscuro, como cuero curtido— llenó el aire, tan invasivo como su presencia.

—Tú decides, Aníbal. Nos das lo que necesitamos… o te arrancamos lo que más amas.




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