El Ceo necesita una esposa

Capitulo 2

Aníbal Suárez llevaba horas sentado en su despacho, una habitación amplia revestida de madera oscura y olor a tabaco viejo. Las persianas medio cerradas dejaban pasar líneas de luz que parecían cuchillas sobre el escritorio. Entre sus manos, un vaso de whisky se calentaba lentamente, ignorado.

Decirle a sus hijas que una de ellas tendría que casarse por conveniencia era como ponerles un grillete… y él lo sabía. Greeicy, la hija de Juana, no aceptaría ni por un segundo una vida de cadenas. Greta, la joya oficial de su matrimonio, lo miraría con ese gesto de decepción silenciosa que lo atravesaba más que cualquier reproche.

Pero el negocio estaba al borde del abismo. Los Montenegro no eran enemigos que se pudieran enfrentar de frente; eran un imperio que podía aplastarlos con un simple movimiento. Y si ese matrimonio sellaba una tregua, Aníbal estaba dispuesto a sacrificar lo que fuera.
Incluso la paz de su propia sangre.

El problema era… ¿Cómo decirlo sin que estallara la guerra dentro de su propia casa antes de que el plan se pusiera en marcha?

Inspiró hondo, como si buscara valor en el aire, y dejó el vaso sobre el escritorio. Tendría que enfrentar el caos. Y pronto.

Horas después, el escándalo estallaba como un trueno dentro de la mansión Suárez.

Amalia, envuelta en furia, caminaba en círculos por la sala de mármol blanco. Cada tacón que golpeaba el suelo era un disparo. El vestido negro ceñido, las joyas brillando como amenazas y el aroma de su perfume denso formaban una armadura hecha de ambición y desprecio.

—¡¿Cómo pudiste permitir esto, Aníbal?! —rugió, la voz temblándole no de miedo, sino de rabia pura—. ¡¿Cómo?!

En un rincón, Juana se abrazaba a sí misma. Su rostro era el de una mujer que ya conocía el final de la historia, pero que no podía apartar la vista del desastre. Estaba de invitada a la mansión Suárez, solo para escuchar malas noticias.

Aníbal golpeó la mesa con un puño seco, haciendo temblar las copas de cristal.

—¡Cállate, Amalia! ¡No entiendes lo que está en juego! Si los Montenegro se nos van encima, estamos acabados.

—¡Entonces que se case Greeicy! —escupió Amalia, señalando a Juana con un dedo afilado como una daga—. ¡Que pague la bastarda por tus errores!

Juana se irguió, y aunque sus manos temblaban, su voz sonó firme.

—¡No permitiré que usen a mi hija como moneda!

Amalia sonrió con esa crueldad fría que hiere más que un golpe.

—¿Ah, no? ...

—Será la princesa Montenegro quien decida. —Las cayó Aníbal—. No ustedes.

El silencio llegó de inmediato.

Greta y Greeicy se cruzaban en un pasillo. Sus miradas se encontraron como dagas afiladas. Todavía no sabían que la guerra ya había empezado. Pero el aire… ya olía a pólvora.

El pasillo estaba casi vacío, pero el eco de los tacones de Greta lo llenaba todo. Sus pasos eran medidos, seguros, como si cada uno marcara territorio. Greeicy apareció al otro extremo, con el mentón alto y la mirada fija. El choque fue inevitable.

Por un instante, solo se miraron. El silencio entre ellas pesaba más que cualquier insulto.

Greta fue la primera en sonreír… pero no había amabilidad en ese gesto.

—Vaya, vaya… la hija de Juana.

Lo dijo como quien degusta un vino barato, con una mueca que insinuaba desdén.

Greeicy no apartó la vista.

—Y tú debes ser la sombra de Elena. Siempre detrás… nunca suficiente para brillar sola.

Greta dio un paso al frente.

—Cuidado, niña. Aquí, las que no saben jugar, terminan fuera del tablero.

—Tranquila —replicó Greeicy, cruzándose de brazos—. No tengo ganas de jugar contigo.

Hubo un segundo en el que ambas midieron el terreno, como dos depredadoras oliendo sangre.
Greta inclinó apenas la cabeza, un gesto que parecía un saludo… pero en realidad era una promesa.

—Nos veremos pronto —susurró, y al pasar junto a ella, dejó escapar el aroma dulce de su perfume… mezclado con veneno invisible.

Greeicy la siguió con la mirada. Odiaba su propia vida y la única razón, era por compartir la misma sangre que esa mujer.

En lo alto del edificio, la cámara de seguridad parpadeó, registrando cada segundo de ese encuentro. Sin saberlo, ambas acababan de dar el primer paso hacia la guerra abierta.

Para Greeicy, un matrimonio sería una prisión difícil de soportar. Es de alma libre, rebelde por naturaleza, incapaz de someterse a las reglas que no ha elegido. Ser la hija de Juana —a quien siempre han señalado como la amante del padre— marcó su vida con un estigma que la obligó a endurecerse y a vivir bajo miradas de juicio y susurros malintencionados. Nunca tuvo un lugar en el círculo social de la élite, y aprendió a sobrevivir sin pedir permiso.

En cambio, Greta creció bajo el techo del matrimonio “oficial”. Es la hija de la esposa, la joya que siempre brilla en los eventos, acompañando a su madre con gracia y refinamiento. Elegante, cultivada y estratégicamente visible, Greta encarna lo que la alta sociedad espera de una heredera… y lo utiliza como arma.

En la mansión Montenegro. Dylan, de pie junto a la ventana, miraba sin ver. El peso de la decisión lo aplastaba, doblándolo por dentro.

—¿Estás seguro? —preguntó Elena, su voz como un hilo tenso que no necesitaba subir de volumen para cortar.

—No necesito amarla —dijo él sin apartar la vista del horizonte—. Solo necesito que mi hija… no vuelva a llorar por las noches.

Como si el destino escuchara, Valentina entró empujando su silla de ruedas con esfuerzo. Traía su libreta de dibujos en el regazo, y en sus mejillas brillaba una ilusión infantil.

—Papá… ¿Es verdad que tendrás una esposa?

Dylan se agachó frente a ella, sintiendo que cada palabra que pronunciaba le arrancaba un pedazo de alma.

—Sí, princesa… pero tú la vas a elegir. Solo quiero que tengas una compañía.

Los ojos de Valentina se iluminaron.

—¿Yo puedo elegirla?




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