La Mansión Montenegro brillaba esa noche como un palacio. Arañas de cristal colgaban del techo iluminando la mesa larga, cubierta con manteles de lino, copas de cristal y cubertería bañada en oro. El aroma de vino tinto y carnes finas impregnaba el aire. Todo estaba dispuesto para la cena oficial que sellaría la unión de las familias Montenegro y Suárez.
Greeicy entró junto a Valentina, luciendo un vestido sencillo color marfil que contrastaba con los atuendos ostentosos del resto. Su cabello suelto y su maquillaje apenas perceptible eran un golpe de frescura en medio de tanta rigidez. No necesitaba joyas para brillar, y eso, aunque ella no lo supiera, era lo que más irritaba a Greta.
Greta, por su parte, vestía de gala: seda roja ajustada al cuerpo, labios carmesí y un collar de diamantes que gritaba estatus. Se acomodó en la mesa, sonriendo como si ya fuese la dueña de la casa.
Dylan se sentó en la cabecera, con su hija a la izquierda y Greeicy junto a ella. Desde su posición, podía verla de perfil… y maldita sea, eso era suficiente para alterar cada fibra de su cuerpo.
Intentó concentrarse en la conversación de su padre sobre negocios, pero su mirada lo traicionaba, deslizándose hacia ella una y otra vez. Esa curva suave en su cuello, la manera en que se mordía el labio cuando partía la carne con el cuchillo, la risa ligera que compartía con Valentina… Todo lo incendiaba.
Y entonces, su mente lo traicionó: la imagen del probador volvió como una descarga eléctrica. El encaje negro, la piel cálida, la mirada furiosa que lo había dejado sin aire. Sintió un calor súbito recorrerle la espalda, y tuvo que llevar la copa de vino a los labios para disimular.
Greta no tardó en notar dónde estaban los ojos de Dylan. Fingiendo naturalidad, decidió atacar.
—Entonces, Greeicy… —su voz sonó melosa, pero envenenada—. ¿Ya sabes qué diseñador vestirá a la nueva señora Montenegro? Porque, querida, la moda no es para cualquiera.
Greeicy levantó la mirada lentamente, con una sonrisa indolente.
—¿Diseñador? No, no tengo idea. Pensé que con un vestido blanco y muy caro bastaba para deslumbrar. Pero gracias por preocuparte, hermana.
Un silencio cargado se extendió sobre la mesa. Greta apretó los dientes tras su sonrisa falsa, mientras Amalia le pasaba la mano por el brazo para calmarla. Elena, con su postura impecable, bebió de su copa fingiendo que no escuchaba.
Dylan, en cambio, ocultó una sonrisa detrás de la copa. Esa mujer tenía el veneno y la dulzura en dosis exactas.
La cena continuó con charlas diplomáticas, brindis y alguna que otra risa forzada. Pero Dylan apenas probó la comida. Cada movimiento de Greeicy era una tortura: cómo se inclinaba hacia Valentina para cortarle la carne, cómo reía con esa naturalidad que nadie en ese salón poseía.
Cuando Valentina tiró suavemente de la mano de Greeicy y susurró.
—¿Me acompañas al baño? —Dylan sintió un nudo en el pecho.
—Claro, princesa —respondió ella, poniéndose de pie y guiando la silla de ruedas hacia el pasillo lateral.
Dylan las siguió con la mirada hasta que desaparecieron tras la puerta. Intentó continuar la conversación con su madre, pero la inquietud lo devoraba. Pasaron cinco minutos. Luego diez.
—¿Qué demonios hacen tanto tiempo? —gruñó para sí mismo, ignorando la idea de mandar a alguien. No. Él mismo iba a comprobarlo.
Se levantó con calma fingida, pero por dentro era pura tensión. Sus pasos retumbaron en el pasillo alfombrado hasta que llegó a la zona del baño.
La puerta estaba entreabierta. Dylan escuchó la voz de Greeicy, suave, paciente.
—Eso es, princesa… sujeta fuerte. Muy bien.
Se asomó y la vio agachada, ayudando a Valentina a acomodarse en la silla de ruedas. Greeicy apartó un mechón del rostro de la niña y sonrió con ternura. Algo en esa imagen le apretó el corazón de un modo extraño, incómodo.
Cuando terminaron, Greeicy giró para salir con la silla… y ahí estaba Dylan, apoyado en el marco, con esa presencia que llenaba el pasillo.
—¿Todo bien? —preguntó él, su voz grave vibrando en el aire.
Valentina sonrió.
—Perfecto, papi. Greeicy me ayudó un montón.
Greeicy intentó pasar junto a él sin mirarlo. Pero el destino —o el diablo— decidió otra cosa. Su pie rozó la rueda y perdió el equilibrio.
El tiempo se detuvo.
Ella cayó hacia adelante, y Dylan la atrapó antes de que tocara el suelo. Su cuerpo se estrelló contra el suyo con fuerza, y el mundo se redujo a ese contacto: la curva de su cintura bajo sus manos, el aroma a vainilla y piel cálida, el choque de sus respiraciones agitadas. Por un instante, no existió nadie más. Solo ellos dos, y la corriente eléctrica que los atravesó como un relámpago.
Greeicy alzó la vista, sus ojos verdes encontrando los de él. Y allí estaba: la misma tensión que ambos intentaban negar.
—Suéltame —murmuró, pero su voz carecía de firmeza.
Cómo si no fuera ella, la que aún tenía sus manos me el pecho de él. Dejando marcas de sus manos mojadas.
Dylan tragó saliva, como si esa simple orden fuera la batalla más difícil de su vida. Lentamente, la enderezó, sus manos aún temblando cuando se apartó.
—Ten más cuidado —gruñó, con la voz más áspera de lo normal, antes de girarse y alejarse con pasos largos.
Greeicy se quedó inmóvil unos segundos, sintiendo el corazón martillando en su pecho. Nunca… nunca había sentido algo así. Ni siquiera con hombres que la habían deseado antes. Aquello fue distinto. Brutal. Incontrolable.
Cuando regresó a la mesa, aún tenía las mejillas encendidas. Valentina, en cambio, sonreía como si nada.
—¿Dónde está Dylan? —preguntó Elena, alzando la ceja.
—No sé… —respondió Greeicy con aparente calma, sentándose.
Valentina soltó la bomba con inocencia letal.
—Se fue a su habitación. Creo que greeicy mojo su camisa sin querer.
Un silencio denso se apoderó del salón. Greta apretó la copa con tanta fuerza que casi la rompe. Elena fingió una sonrisa diplomática, pero sus ojos centelleaban con sospecha.