El Ceo necesita una esposa

Capitulo 21

La tarde caía con pereza sobre la Ciudad, bañando las calles con una luz cálida que parecía suavizar hasta los edificios más fríos.. Pero Dylan Montenegro no tenía ni un segundo para apreciar el paisaje. La desesperación latía en su pecho como un tambor incesante mientras su chofer lo llevaba directamente a la casa de Aníbal Suárez.

En el interior del auto, el aire acondicionado mantenía la temperatura agradable, pero Dylan sentía que ardía por dentro. Sus manos estaban tensas, aferradas a su teléfono, como si la presión de sus dedos pudiera arrancarle la llamada o el mensaje que tanto esperaba. La pantalla permanecía en silencio, indiferente a su urgencia.

—¿Seguro que no está en la universidad? —preguntó por segunda vez, rompiendo el silencio que pesaba como plomo.

El chofer tragó saliva antes de responder, manteniendo la mirada en el camino.

—No señor. Revisé todas las aulas, pregunté por ella… la señora Greeicy no está allí.

Dylan soltó un gruñido bajo, inclinándose hacia atrás en el asiento. Se pasó una mano por el rostro, intentando calmar la ansiedad que lo devoraba, pero no lo logró. No había otra opción: debía ir a casa de los Suárez. Tenía la corazonada de que ella podía haber ido hasta allá, quizá buscando explicaciones, quizá buscando distancia de él.

Cuando la camioneta negra se detuvo frente a la elegante fachada de los Suárez, Dylan descendió con pasos rápidos, la mandíbula apretada y esa energía contenida que lo hacía parecer un huracán a punto de desatarse. El portón se abrió de inmediato, como si lo esperaran.

Greta apareció primero, envuelta en un vestido marfil que dejaba entrever demasiado interés en su silueta, y a su lado Amalia, con tonos pastel que contrastaban con la dureza de su mirada. Sonrisas fingidas y miradas que rezumaban hipocresía se clavaron en él como agujas.

—¡Señor Montenegro! —exclamó Amalia con un tono exageradamente meloso—. ¡Qué alegría verlo por aquí!

—Qué sorpresa… —añadió Greta, ladeando la cabeza con coquetería.

Dylan no se detuvo. Caminó como una sombra entre ellas, su perfume caro chocando con las fragancias florales de ambas. Ni un gesto, ni una palabra de cortesía. Sus ojos recorrían el recibidor con rapidez, buscando entre las columnas y las escaleras como si esperara que Greeicy apareciera de pronto, desbordando enojo, lágrimas o reproches.

—¿Dónde está mi esposa? —preguntó con voz baja, pero firme, esa voz que no admitía réplica.

Fue entonces cuando Aníbal apareció desde la escalera principal. Bajaba con calma, pero con la autoridad intacta en cada paso. Acomodaba su chaqueta como si estuviera a punto de recibir a un socio de negocios, no a un yerno cargado de urgencia.

—No está aquí, Montenegro —informó sin rodeos—. Fue a ver a su madre. Está en el penthouse de Juana, te envío la dirección al móvil.

—Gracias —respondió Dylan con un seco asentimiento, dándose media vuelta para salir de inmediato.

Greta dio un paso hacia él, con los labios entreabiertos y el intento de atrapar su atención.

—Dylan, espera, yo…

Él giró apenas la cabeza, lo suficiente para mirarla, y en esa mirada había un filo que cortaba.

—No me interesa lo que tengas que decir. Voy por mi esposa.

Greta se quedó inmóvil, como si la hubieran congelado. La dureza de su rechazo la desarmó al instante.

—¿Pasó algo con Greeicy? —intervino Amalia, con un dejo de molestia por el desdén con el que él las trataba.

—Solo busco a mi esposa. ¿Qué tiene eso de raro? —replicó Dylan, con esa calma peligrosa que podía estallar en cualquier momento.

Amalia se obligó a sonreír, aunque su orgullo temblaba por dentro.
—Por supuesto que nada. Disculpe usted.

Y sin más, Dylan salió, con la elegancia de quien lleva un huracán contenido en la espalda.

—A la dirección de Juana. Ya —ordenó al chofer, apenas subió al auto.

El trayecto fue breve, aunque a Dylan le pareció eterno. Sus pensamientos se atropellaban entre sí, imaginando todos los motivos por los que Greeicy no contestaba. En sus oídos, el tic-tac del reloj del tablero era un martillo constante.

El edificio donde vivía Juana se alzaba imponente, con un estilo antiguo que conservaba balcones de hierro forjado y un aire nostálgico en sus muros. El portero apenas levantó la mirada cuando Dylan entró, como si la presencia del Montenegro fuera una visita esperada.

El ascensor subió lento, demasiado lento para su urgencia. Apenas se abrieron las puertas en el último piso, la escena lo golpeó como un dardo certero: la puerta del penthouse se abrió y Greeicy apareció.

Caminaba con paso decidido, los ojos delataban noches de lágrimas. Llevaba un suéter claro y unos jeans ajustados que realzaban su figura sin esfuerzo. Una cartera pequeña cruzada colgaba de su hombro.

—Greeicy —su voz salió grave, cargada de un anhelo contenido.

Ella se giró de inmediato. No necesitó pensarlo: reconocería esa voz aunque la oyera en medio del caos. Y allí estaba Dylan, con una mano en el bolsillo y la otra extendida, como quien busca alcanzar sin forzar.

Los ojos de ella lo recorrieron con una mezcla de sorpresa y fastidio. Bajó la mirada un instante, respiró profundo, y sin pronunciar palabra, caminó hacia él.

—Vqmos a casa —Dijo él, llevándola al auto, abrió la puerta trasera de la camioneta y espero que se subiera.

No lo miró. Cruzó los brazos y se hundió en el asiento, creando un muro invisible entre ambos.

Dylan entró también, dejando que el aire tenso llenara el vehículo. El chofer encendió el motor, y durante los primeros metros solo se escuchó el rugido suave del auto y el rumor distante de la ciudad.

—¿Cómo estás? —preguntó él, rompiendo el silencio con cautela—. ¿Por qué te fuiste sin el chofer?

—Estoy bien. Solo olvidé que estoy casada con un millonario —respondió ella, sin voltear, con la voz cargada de ironía.

Él respiró hondo, intentando no alterarse.




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