El Ceo necesita una esposa

Capitulo 29

El murmullo en el salón no cedía; era un río constante de risas ahogadas, copas que tintineaban y el click lejano de las cámaras que seguía alimentando la atmósfera como un insecto luminoso que no dejaba de zumbear. Greeicy se mantuvo erguida, perfecta en su vestido, la tela rozando la silla de ruedas con un susurro casi íntimo. Valentina jugueteaba con la orilla del vestido, distraída y confiada, su risa era una burbuja que escapaba con facilidad.

Dylan, que había estado observando todo con la quietud de quien acumula motivos antes de actuar, se inclinó hacia ella. El olor a colonia tenue, a cuero y a madera pulida le rodeó al acercarse; la música de salón golpeó el fondo con compases que hablaban de elegancia y estirpe. Él bajó la voz hasta convertirla en un hilo cálido que apenas perturbó el aire.

—¿Estás bien? —susurró, y su aliento dejó la huella de un perfume amaderado sobre la nuca de Greeicy.

Ella le devolvió la mirada con una calma que no siempre sentía. Sus manos, delicadas y con las uñas arregladas, se cerraron alrededor del borde de la silla un segundo antes de relajarse.

—Sí —respondió con suavidad—. Voy a tomar un poco de aire con Valentina, ¿No hay problema?

Dylan asintió casi sin mover los labios. Había en su gesto una promesa envuelta en tensión: la cuidaría, la observaría desde la distancia segura que su temperamento sabía mantener. Su mano rozó la de ella en un contacto breve, protector, y luego, como quien deja la escena en manos de un destino benigno, se incorporó nuevamente, permaneciendo a distancia, vigilante.

Greeicy se movió con la naturalidad ensayada de quien ha aprendido a convertirse en espectáculo sin dejar de ser persona. Valentina se dejó llevar en la silla y juntas se abrieron paso por entre los invitados. El tapiz sonoro cambió: pasos sobre alfombra, el roce de telas lujosas, el zumbido de conversaciones que se deshilachaban en frases sueltas.

Greta, que había observado la escena con la atención de un animal que calcula la distancia hasta su presa, se separó del grupo de su madre. Su vestido, que parecía absorber la luz en lugar de reflejarla, crujió con un suspiro cuando ella se plantó frente a Greeicy. Había algo en su postura —una mezcla de desafío y esclerosis emocional— que no permitía dudas: venía a reclamar su territorio.

Las primeras palabras de Greta fueron como un golpe lateral; su voz contuvo la pólvora y la hizo explotar en pequeñas brasas.

—Tu teatrillo de mujer digna se te va a caer de la noche —dijo con frialdad, dejando que las sílabas rodaran con veneno contenido. No buscó espectadores, pero los hubo: un par de cabezas se volvieron, alguna cámara improvisada se inclinó, y la brisa que venía de los ventiladores de techo llevó los ecos de la provocación a bordes más amplios.

Greeicy la miró con esa serenidad que desarma. No había sorpresa en su rostro; quizá porque, desde que puso un pie en la familia Montenegro, había sabido que iba a necesitar de héroes y villanos improvisados. Sus ojos, profundos y claros, no buscaban la confrontación violenta; preferían una batalla de verdad, donde las palabras fuesen espadas y las miradas, armaduras.

—¿Te refieres a esto como teatro? —preguntó Greeicy con una leve sonrisa que no alcanzó a ser burla ni a ser complacencia. —. Créeme, Greta, yo no me hago la digna. Yo soy digna.

El silencio que siguió fue denso; las orquídeas en las mesas parecieron inclinarse, en conspiración floral, hacia el brillo de la discusión. Alrededor, algunos invitados contuvieron la respiración, otros volvieron a susurros calculados. Amalia, al ver el intercambio, permaneció impasible en la distancia; su compostura era su emblema, y la compostura de la madre tenía la fuerza de quien sabe cuándo intervenir y cuándo dejar que el drama de sus hijos escriba sus propias líneas.

Greta no pudo contener el latido de la ira. Se acercó un paso más, reduciendo la distancia hasta que sus zapatos de tacón rozaron la alfombra junto a la silla de ruedas de Valentina.

—¿Digna? —repitió, y el moteo travieso dejó paso a una oscuridad más seria—. Tú vienes aquí con tu carrito y tu sonrisa y te crees que ya con eso te has ganado el cielo. Pero no. No vas a venir a robar lo que por derecho me pertenece. —Sus dedos se apretaron en un gesto que casi se quebró; por un momento la mandíbula le tembló—. Esto no se va a quedar así. Te lo juro. Te voy a demostrar que detrás del maquillaje no hay nada.

Greeicy la miró, y en su mirada hubo una lluvia de cosas: cansancio acumulado, la paciencia de quien ha aprendido a ignorar el veneno por propia supervivencia, y una ternura feroz que nació por sí sola, como un brote entre piedras. Sus ojos brillaron con una luz que no pedía permiso.

—Greta —murmuró, y su voz bajó hasta ser otra vez un hilo cálido—. La envidia es una carga que pesa mucho. Te conviene dejarla. Crece más cuando la riegas con rabia. En su lugar, podrías elegir algo que cuesta menos y da más: podrías alegrarte. Podrías alegrarte por mí, por tu propia hermana.

Algo cambió en la expresión de Greta en ese instante. Un destello de incredulidad, un asomo de confusión. Nadie le había hablado así: con calma, sin provocación, con la simple lucidez de quien ha sufrido y aun así ha conservado su dignidad. Quizá esperaba un grito, una réplica cruel, un desplante calculado que elevara el conflicto a dimensiones estelares. En vez de eso, recibió una invitación a la humildad, una palabra que se presentaba sin juicio.

—¿Alegrarme? —gruñó, como quien pregunta si el mar puede ser acotado—. ¿Por qué debería? ¿Por qué yo, que he nacido en casa de los Suárez, que he jugado en estos salones, tengo que aplaudir a una… a una intrusa?

La palabra atravesó la rotundidad del salón como una piedra arrojada en un lago de cristal; las ondulaciones fueron evidentes. Algunos se volvieron para ver la reacción de Elena, la matriarca, pero ella, experta en frenar tormentas con miradas frías, mantuvo la serenidad. No era que ignorara; era que sabía que algunas batallas debían resolverse lejos de los focos, y prefería que las piezas se movieran según ella determinara.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.