Greeicy, no tenía prisa. Ese día no iría a la universidad ni a la empresa de su padre. Había decidido que la mansión, con su inmensidad solemne y a veces fría, sería el escenario de un día distinto. Un día para ella. Un día para Valentina.
Se levantó despacio, tomó un ligero baño y bajó las escaleras de mármol, escuchando el eco de sus propios pasos. El aroma del café recién hecho llegaba desde la cocina, mezclado con el tenue perfume de las flores frescas que las criadas habían colocado en los floreros del salón principal.
Valentina ya estaba en la sala, en su silla de ruedas, hojeando un libro de ilustraciones con gesto distraído. Al verla, sus ojitos se iluminaron como dos faros en la penumbra.
—¡Greey! —exclamó con una sonrisa que le pintó la cara de alegría.
Greeicy se inclinó para abrazarla y besarle la frente.
—Buenos días, mi cielo. ¿Cómo amaneciste?
—Bien… aunque un poco aburrida.
Greeicy le acarició el cabello, una idea ya brillando en su mente. Miró hacia la gran puerta doble que llevaba al salón de música. Ese lugar, siempre tan callado, parecía llamarla.
—¿Sabes qué, Valen? —dijo de pronto, con una chispa en los ojos—. Hoy quiero mostrarte algo.
Empujó suavemente la silla de la niña hasta el salón. El aire allí era distinto, impregnado con el aroma de la madera antigua y del barniz que recubría el piano de cola negro, que descansaba en el centro como un rey dormido. La luz del sol caía sobre él, arrancándole destellos que lo hacían parecer nuevo a pesar del tiempo.
Greeicy se acercó, pasó la mano sobre la tapa brillante y sonrió con ternura.
—¿No tendré problemas en tocarlo? Hace mucho que no lo toco… —susurró, como si le hablara al instrumento
—Era de mamá, no lo volvieron a tocar. Pero creo que es hora de despertarlo. Yo dejé de aprender… —confesó, bajando la mirada—. Las profesoras no tenían paciencia conmigo. Siempre se enojaban cuando me equivocaba.
Greeicy se inclinó frente a ella, tomándole las manitas.
—Yo sí tengo paciencia, mi amor. Toda la paciencia del mundo. ¿Quieres intentarlo conmigo?
Los ojitos de la niña se llenaron de ilusión.
—¿De verdad?
—De verdad.
Abrieron la tapa y el blanco y negro de las teclas se desplegó como un camino por recorrer. Greeicy se sentó primero, dejando que Valentina la observara. Presionó suavemente una tecla y el sonido puro llenó el salón, vibrando en el aire como si despertara memorias dormidas.
—Escucha… —dijo, dejando que la nota se apagara lentamente—. La música no se trata de no equivocarse, sino de sentir.
Guió las manitas de la niña sobre las teclas. Al principio, los sonidos fueron torpes, dispersos. Una nota que se ahogaba demasiado pronto, otra que se prolongaba más de lo debido. Pero Greeicy no dejaba de sonreír.
—Inténtalo otra vez. Despacito. —Su voz era un arrullo.
Valentina probó de nuevo. Una risa nerviosa escapó de ella cuando la melodía volvió a tropezar.
—¿Ves? Soy un desastre.
—Eres maravillosa —corrigió Greeicy dándole un beso en la mejilla—. Vamos juntas.
Colocó sus propias manos sobre las de la niña y empezó a marcar un ritmo sencillo. Las notas se fueron uniendo, tímidas primero, más seguras después, hasta formar una melodía reconocible. El eco rebotó en las paredes y llenó el salón como un soplo de vida.
Valentina rió con entusiasmo.
—¡Lo logramos! ¡Suena hermoso!
—Suena a ti, Valen —respondió Greeicy con los ojos brillantes—. Y eso es lo más hermoso de todo.
Elena que pasaba por el salón, escucho y sonrió con nostalgia. No recordar a la difunta esposa de su hijo era imposible, pero solo saber que había alguien más, para darle alegría a su nieta, era susficiente.
La mañana pasó entre risas, intentos fallidos, melodías torpes y, finalmente, canciones que se dibujaban completas. El tiempo se deshizo en notas, y como una madre e hija quedaron atrapadas en esa burbuja de felicidad sencilla.
Ya por la tarde, el sonido del teléfono en la mansión Suárez rompió la calma. Anunciando la invitación a una cena en la mansión Montenegro, anunciada por la matriarca Elena.
Amalia y greta sonrieron satisfechas, pues estar lo más cerca de la familia Montenegro les daba ventajas para buscar una manera de opacar a Greeicy.
—Excelente mamá, debemos destacar en esa cena.
—Solo no te pases, no queremos escuchar a tu padre culpandonos.
Greta volteó los ojos, no le importaba su padre, ella haría lo que fuera por llamar la atención de Dylan.
Mientras tanto, en la mansión Montenegro, Greeicy recibía la noticia de Elena y esa no era para nada agradable, tanto para Dylan como para Greeicy, pero nadie podía llevarle la contraria a Elena cuando se trataba de que ambas familias se llevaran bien y dieran un ejemplo a la sociedad
—Tu madre está invitada también, Greeicy—añadió con un aire que no admitía negativa.
—No es como si mi madre quisiera compartir el mismo lugar que ellas, pero está bien.
Greeicy sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Conocía de sobra el carácter de su madre y las provocaciones de Greta y Amalia; su envidia, sus comentarios venenosos, siempre a destiempo. Pero no podía negarse. Una Montenegro no elige si asistir a una cena organizada por la matriarca: asiste, y punto.
Suspiró.
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El comedor de la mansión Montenegro parecía un escenario de otro tiempo. Las paredes revestidas de madera oscura, los candelabros brillando como pequeños soles y la mesa interminable, cubierta con mantel de lino, vajilla de porcelana y copas de cristal tallado. El aroma de la comida y vino llenaba el aire, denso y acogedor.
Los Suárez llegaron puntuales y Juana también, aunque sola, fue la primera en acercarse a abrazar a Greeicy con cariño sincero.
Detrás de ella venía su padre, elegante, con gesto diplomático. Amalia entró con el mentón alto y la mirada afilada, mientras Greta, con un vestido demasiado ajustado y una sonrisa calculada, se colocaba a su lado.