El Ceo necesita una esposa

Capitulo 38

La mañana había amanecido gris, como si el cielo presintiera la tormenta que se avecinaba. La mansión de los Montenegro, solemne y silenciosa, guardaba en sus muros los ecos de una tensión contenida. Aníbal bajó lentamente las escaleras de mármol, con la corbata floja y el rostro endurecido. Había pasado la noche en vela, y en sus ojos se dibujaba esa mezcla de cansancio y decisión que precede a un acto irreversible.

Al entrar en el salón principal, encontró a Amalia sentada en uno de los sofás de terciopelo azul, vestida con su bata y bien maquillada a pesar de que era temprano. Sostenía una taza de café con una mano engalanada de joyas, y al verlo, esbozó esa sonrisa altiva que tanto lo había sofocado a lo largo de los años.

—¿Bajaste temprano? —preguntó con tono irónico—. ¿O es que por fin recuerdas que tienes esposa?

Aníbal respiró hondo, clavando la mirada en ella. Su voz, grave y firme, quebró el aire cargado del salón.

—Amalia… quiero el divorcio.

El silencio se volvió un cuchillo afilado entre los dos. La mujer dejó la taza con brusquedad sobre la mesa de cristal, el sonido metálico del platillo rebotó como un eco en la estancia.

—¿Qué dijiste? —susurró, aunque su mirada destilaba furia contenida.

—Lo que escuchaste —respondió Aníbal, sin apartar la vista—. No puedo seguir a tu lado. Quiero mi libertad.

Amalia se incorporó de golpe, su bata de seda color burdeos ondeó con el movimiento. Caminó hacia él con pasos firmes, como una fiera acorralada.

—¿Divorcio? —escupió con desprecio—. No, Aníbal. Tú no vas a humillarme de esa forma. ¿Sabes lo que significa para la prensa, para la sociedad, para mi familia?

Aníbal, cansado de cadenas invisibles, cerró los puños con fuerza.

—Ya no me importa la prensa, ni la sociedad, ni tu familia. Estoy cansado de vivir una mentira.

Ella soltó una carcajada amarga que retumbó en los muros altos.

—¿Mentira? ¿Mentira es todo lo que hemos construido? ¿Los negocios, la empresa, las apariencias que tanto te han dado poder?

Él negó con la cabeza, el dolor en su mirada era evidente.

—Eso no es vida, Amalia. Es una prisión de cristal. Prefiero perderlo todo antes que seguir siendo tu sombra.

Las palabras fueron un látigo para Amalia. Se acercó más, con los ojos encendidos de rabia.

—¿Perderlo todo? Eso mismo pasará si insistes en esa locura. —Su voz se tornó filosa—. Te dejaré en la ruina, Aníbal. ¿O acaso crees que vas a salir ileso? No me conoces…

Él alzó la voz, quebrando la calma opresiva del lugar:

—¡Está bien! Haz lo que quieras, arráncame todo lo que tengas que arrancar. Pero no me quites lo único que ansío: volver a ser un hombre libre.

El aire se volvió pesado, cargado de electricidad. Los labios de Amalia temblaron, incapaces de contener tanta furia. Tomó el jarrón de porcelana que adornaba la mesa central y lo lanzó contra él. El objeto voló con violencia, silbando en el aire hasta estrellarse a escasos centímetros de su rostro. Los fragmentos estallaron contra la pared, y el ruido del impacto retumbó como un trueno.

Aníbal quedó inmóvil, la respiración agitada, mientras los pedazos de porcelana caían al suelo como lluvia rota.

—¡Maldito seas, Aníbal! —gritó Amalia, con el rostro desencajado.

En ese instante, una voz interrumpió la tormenta.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —era Greta, entrando al salón con el ceño fruncido y un sobre en la mano.

Su presencia rompió el duelo de miradas. La mujer se detuvo, observando los restos del jarrón en el suelo, y luego a sus padres en esa batalla silenciosa.

—Tengo algo más importante que discutir —dijo, agitando el sobre con nerviosismo—. Tienen que ver esto.

Amalia, todavía temblando de ira, intentó recuperar la compostura. Aníbal se pasó una mano por el rostro, como queriendo borrar la tensión, y extendió la mano hacia Greta.

—Dame eso.

Greta entregó el sobre sin hablar más. Aníbal lo abrió con torpeza, y de inmediato, su corazón se encogió al leer el encabezado del periódico que había dentro. En la primera plana, resaltaba una noticia escandalosa:

“Aníbal Montenegro habría negado a su propio hijo ilegítimo.”

El mundo de Amalia se le vino abajo en un segundo. Sintió cómo el piso se movía bajo sus pies, cómo la sangre huía de su rostro. Los dedos le temblaban, y las palabras parecían borrosas frente a sus ojos.

—Esto… no… —murmuró, incrédula.

—¿Hijo? ¿De dónde sacaron eso?, yo jamás negaría un hijo. —Susurro con sus manos temblando, esa noticia afectaría mucho en la empresa.

—¿Estas seguro papá? Ya veo que es costumbre tuya anda dejando hijos regados.

—Greta, ya cállate —grito Amalia nerviosa.
Solo ella sabía quién podría ser y sus nervios se activaron por lo que podría pasar.

Pero Aníbal no escuchaba nada. El golpe lo había dejado sin aire. Dejó caer el sobre y, sin pronunciar palabra, salió disparado hacia la puerta. Greta lo llamó, pero él no se detuvo. Tomó el auto y condujo a toda velocidad, con la mente nublada y el corazón golpeándole en el pecho.

La ciudad pasaba ante sus ojos como un borrón de luces y sombras, hasta que finalmente estacionó frente al edificio donde vivía Juana. Subió las escaleras casi sin aliento, golpeando la puerta con desesperación.

Juana abrió, sorprendida al verlo en ese estado. Su cabello recogido en una trenza y el delantal aún puesto, la hacían ver como el único refugio cálido en medio del caos.

—¡Aníbal! —exclamó al notar su palidez—. ¿Qué te pasa? Estás blanco como un papel.

Él entró sin esperar permiso, se dejó caer en el sofá del pequeño departamento y se llevó las manos al rostro. Juana cerró la puerta, acercándose con preocupación.

—Dime, ¿qué ocurrió? —preguntó suavemente, posando una mano en su hombro.

Aníbal levantó la mirada, los ojos empañados por una mezcla de rabia y dolor.

—Salio una noticia, un hijo...




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