El Ceo necesita una esposa

Capitulo 50

Los días habían pasado con un ritmo extraño, como si el tiempo se hubiera detenido y a la vez corrido demasiado deprisa. La tormenta que había sacudido a la familia parecía, poco a poco, dar tregua. Sin embargo, en algún rincón del mundo, el eco del pasado aún dolía.

En la cárcel, Amalia vivía un tormento distinto. Las rejas frías, oxidadas y cubiertas de polvo, eran ahora su mundo. El olor metálico se mezclaba con el hedor a humedad que impregnaba los muros, y el eco de los candados resonaba cada noche como un recordatorio de su derrota.

La primera vez que intentó imponerse, como solía hacerlo en su vida de lujos, una de las reclusas la empujó contra la pared y le dijo con desprecio:

—Aquí no eres nadie.

Ese día lo entendió. Ya no era la señora Suárez, ni la mujer de Aníbal, ni la madre protectora que decía ser. Era solo Amalia, una interna más, una sombra perdida.

Cada noche lloraba en silencio, recostada en el colchón duro que olía a sudor y lejía. Cerraba los ojos y murmuraba nombres que ya no le respondían:

—Greta… Aníbal… perdónenme…

Pero las paredes no respondían. La cárcel, con su frialdad implacable, le enseñaba que no existía perdón para quien había jugado con la vida de su propia sangre.

Mientras tanto, a cientos de kilómetros de distancia, Greta había tomado la decisión de desaparecer de la vida de su familia. La última vez que miró a su padre, supo que ya no había lugar para ella en esa historia.

Viajó con el dinero que él le dio, cambiando de ciudad como quien cambia de piel. En un pequeño apartamento con vista al mar, comenzó de cero.

Cada mañana, el aroma a café recién hecho llenaba la cocina mientras el sonido de las olas golpeando la orilla le recordaba que aún estaba viva, que aún podía rehacerse. Compró un cuaderno nuevo, donde escribía planes, metas, y hasta sueños que antes jamás se había permitido tener.

La Greta altiva y desafiante se había quedado atrás. Ahora era una mujer que buscaba aprender a quererse, aunque eso significara olvidar por completo a quienes la habían marcado. No había llamadas, no había cartas, no había pasado: solo un horizonte abierto frente a ella.

En el hospital, Valentina era la que más rápido avanzaba. Sus terapias eran duras: ejercicios que hacían que su frente se perlase de sudor, lágrimas que corrían cuando el dolor la obligaba a detenerse, y la voz constante de su fisioterapeuta que repetía:

—Un paso más, Valen. Solo uno más.

Greeicy siempre estaba a su lado, con una toalla en las manos para secar el sudor de la niña, o con una sonrisa alentadora que la llenaba de fuerza. Dylan, por su parte, observaba desde la puerta con el corazón latiendo fuerte, orgulloso de su hija pero también destrozado al verla sufrir.

Una tarde, después de un largo ejercicio, Valentina logró mantenerse de pie sin ayuda durante unos segundos. Sus ojitos brillaron de emoción, y gritó con la inocencia más pura:

—¡Papi, Greeicy, lo logré!

Greeicy la abrazó con fuerza, con lágrimas desbordando sus mejillas. Dylan entró corriendo, levantando a la niña en sus brazos, girando con ella en el aire mientras ambos reían. Ese instante quedó grabado en sus corazones como una promesa: el futuro de Valentina estaría lleno de pasos firmes y libres.

Esa noche, cuando Valentina ya dormía, Dylan y Greeicy se quedaron en la terraza de la casa. El aire era fresco, cargado con el perfume de las bugambilias que trepaban por las paredes, y el cielo estrellado se desplegaba inmenso sobre ellos.

Greeicy se abrazaba a sí misma, como si aún llevara el peso de todo lo vivido. Dylan la observó unos segundos, y luego se acercó, tomándole suavemente las manos.

—¿Sabes algo? —dijo con voz baja—. Al principio, todo esto empezó como un acuerdo. Yo ni siquiera creía que pudiera ser real. Pero ahora… ahora no me imagino mi vida sin ti.

Greeicy lo miró, sorprendida, con los ojos brillantes de emoción.

—Dylan… —murmuró—. Yo también lo siento. Al principio tenía miedo, pensaba que no era suficiente, que solo estaba aquí por un deber. Pero tú… tú me enseñaste lo que significa realmente amar.

Él sonrió, acercándose más. El roce de sus manos encendía chispas en su piel.

—Prometamos algo —dijo Dylan, acariciando su mejilla—. Pase lo que pase, aunque todo haya empezado con un acuerdo, lo nuestro será siempre verdadero. Siempre juntos, Greeicy.

Ella asintió, con lágrimas de felicidad, y entonces sus labios se encontraron en un beso profundo, cargado de promesas y de esperanza. El mundo desapareció, y solo quedaron ellos dos, envueltos en la certeza de que su amor ya no necesitaba contratos ni condiciones.

En otra parte de la ciudad, Aníbal y Juana compartían una cena tranquila. La mesa estaba iluminada por velas, y el aroma del estofado recién servido llenaba el ambiente. Juana reía suavemente ante una anécdota, y Aníbal la observaba con ternura.

Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que se sintió en paz, y esa paz llevaba el nombre de Juana.

Cuando la cena terminó, se acercó a ella y tomó sus manos.

—Juana —dijo con voz profunda—. Hemos vivido demasiadas tormentas, pero tú siempre estuviste ahí, firme, sosteniéndome incluso cuando yo no lo merecía.

Juana lo miró sorprendida, con los ojos brillando bajo la luz de las velas.

—Aníbal, yo…

Él sonrió, interrumpiéndola suavemente.

—Cásate conmigo. No quiero esperar más. Quiero que seas mi esposa, mi compañera de vida, mi refugio.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Juana. Su voz temblaba de emoción cuando respondió:

—Sí, Aníbal. Sí, quiero casarme contigo.

Él la abrazó con fuerza, como si en ese gesto pudiera sellar todos los años perdidos. Y, por primera vez en mucho tiempo, Aníbal supo que el futuro aún podía ser luminoso.

Y mientras ellos celebraban, en las oficinas principales de la familia, Elías se convirtió en el rostro de la empresa. Con pasos seguros, recorría los pasillos, saludando a los empleados con respeto, demostrando la disciplina y la firmeza que había heredado.




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