El aire estaba cargado de tensión cuando Káiser se despidió pero volvió de nuevo. La luna aún brillaba, pero ya más pálida, como si la noche hubiera decidido dar un respiro. Yo lo esperaba entre los árboles, la capa roja sobre mis hombros, temblando ligeramente. El recuerdo de lo que habíamos compartido aún ardía en mi piel.
—Adeline... —dijo, bajando la mirada hacia mí—. No sabía que podía... sentir esto así... contigo.
—Ni yo —susurré, sin atreverme a acercarme demasiado—. Pero ahora estamos aquí.
Sus ojos recorrieron el bosque, y algo lo detuvo. El silencio se rompió con pasos suaves: Vlad apareció detrás de mí, y junto a él, dos pequeños, Madison y Matthew. Sus ojos se clavaron en Káiser, curiosos y cautelosos.
Káiser se detuvo en seco. La incredulidad se dibujó en su rostro antes de que la furia lo invadiera.
—¿Qué... qué son estos niños? —su voz fue un rugido que hizo temblar el aire—. ¿QUIÉN SON?
—Son tus hijos —dijo Vlad, con voz firme pero cargada de culpa—. Madison y Matthew... tu sangre corre en ellos.
La furia de Káiser se desató. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, y su mirada ardía de enojo y sorpresa.
—¡¿POR QUÉ ME LO OCULTASTE?! —gritó—. ¡Mi sangre! ¡MIS HIJOS!
—Káiser... —intenté calmarlo, extendiendo las manos—. Por favor, respira...
Pero la furia no se apagaba, aunque su mirada cambió ligeramente cuando los pequeños se acercaron tímidamente. Madison, con su valentía natural, dio un paso adelante:
—Papá... —susurró—. Eres... tú.
El impacto en Káiser fue instantáneo. Sus puños se cerraron, y luego, con un suspiro pesado, bajó la mirada hacia ellos. Su ira contra Vlad no desapareció, pero ahora había algo más: una chispa de protección, de ternura que nunca había sentido antes.
—Nunca más me ocultarás algo así —dijo, con voz grave, mirando a Vlad—. Y mientras yo viva, nadie los lastimará.
Se agachó lentamente, mirando a Madison y Matthew a los ojos.
—Soy su padre —dijo, con una mezcla de asombro, orgullo y amor—. Y los protegeré... siempre.
Luna, que estaba a un costado, no podía ocultar su asombro. Sus nietos existían ante sus ojos, y la realidad la dejaba muda.
—Y yo... —susurró, tocando apenas la cabeza de Madison—. Nunca imaginé...
El tiempo pasó en un suspiro, y la realidad regresó: la boda de Káiser con Chloe se acercaba, y también la mía con el destino que me esperaba. La tensión volvió a cargar el aire.
—Adeline... debo irme —dijo Káiser, levantándose lentamente—. Mi deber me llama. La manada... y... Chloe.
Sentí cómo el dolor me atravesaba. Cada fibra de mi ser quería detenerlo, pero sabía que no podía. Sus manos me rodearon un instante más, y luego se inclinó para besar mi frente.
—Volveré —susurró—. No importa lo que pase... no importa la distancia... tú eres mía.
Los pequeños se acercaron para despedirse, y Káiser los abrazó con fuerza, prometiendo con la mirada que los protegería incluso desde lejos.
—Hasta pronto, mis hijos —dijo, con voz firme—. Manténganse fuertes.
Y así lo vi marcharse, dejando un vacío.
...
Adeline
El sonido de los cascos se alejaba cada vez más, y con él, la poca calma que me quedaba. No lloré. No podía hacerlo. No frente a los muros que una vez lo vieron entrar siendo un hombre distinto.
Me quedé inmóvil en el balcón, con el corazón colgando del pecho, hasta que su figura se perdió entre la neblina.
Cuando escuché la risita de mis hijos desde el pasillo, tuve que tragarme la tristeza como si fuera veneno.
—Adeline —dijo la pequeña, corriendo hacia mí con su cabello revuelto—. Papá se fue otra vez, ¿verdad?
Su hermano la miró con esa seriedad que no debería tener un niño tan pequeño.
—Volverá —dije, sin saber si le hablaba a ellos o a mí misma.
—¿Prometido? —preguntó el niño, buscando mi mirada.
—Prometido.
Él se me acercó y apoyó su frente en mi vientre. Cerré los ojos, recordando el peso de las promesas que alguna vez hicimos en secreto, bajo la luna.
—Hoy iremos al jardín —les dije con una sonrisa forzada—. Las flores empezaron a abrir, ¿quieren verlas?
—¡Sí! —gritaron al unísono.
Pasamos la mañana entre risas, tierra y harina. Ellos jugaron con la masa del pan mientras yo fingía no tener el alma hecha trizas.
—Adeline, mira —dijo mi hija, mostrando un pequeño panecillo en forma de luna—.
Es para papá.
Mi sonrisa se rompió apenas la vi.
—Le encantará cuando lo vea, amor —respondí, y sentí cómo las palabras me dolían al salir.
Esa noche, mientras los arropaba, mi hijo me sujetó la mano.
—¿Crees que papá se acuerda de nosotros?
—Claro que sí —susurré.
—Entonces no está tan lejos —murmuró él, cerrando los ojos.
Y por primera vez en días, me permití llorar en silencio, solo cuando ya dormían.
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Vlad
No recuerdo cuándo fue la última vez que caminé junto a Luna sin sentir que el pasado nos quemaba los pies.
El castillo estaba quieto, iluminado por la luz tenue de las antorchas.
—A veces pienso —dijo ella sin mirarme—, que todo lo que vivimos fue un error del destino.
—¿Y tú crees en el destino? —pregunté con voz baja.
—Creo en lo que duele. Eso siempre termina siendo real.
Nos detuvimos frente al gran ventanal. Afuera, el bosque se movía como un mar oscuro.
—He visto cómo la miras —susurró ella.
—¿A quién? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta
—A Adeline.
Guardé silencio. No por culpa, sino porque no había nada que negar.
—Ella me recuerda quién fui —dije al fin
—. Pero tú, Luna... tú me recuerdas quién sigo siendo.
Luna se giró hacia mí. Su mirada era un campo de batalla entre orgullo y deseo.
—No me digas eso si no piensas quedarte —dijo.
—No he sabido quedarme en ningún lugar desde que te perdí —respondí.
Ella se acercó, despacio, hasta que nuestras respiraciones se mezclaron.