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Aileen Lynch
El sonido del reloj de pared marcaba las diez de la noche, y con él, el final de mi turno en la pizzería. El olor a queso derretido y masa horneada se había impregnado en mi ropa, y aunque amaba mi trabajo, no podía negar que estaba agotada. Trabajar en un restaurante pequeño en el centro de Dublín tenía su encanto, pero también era implacable con mis pies y mi paciencia.
—Aileen, ¿puedes cerrar la caja antes de irte? —gritó desde la cocina Ronan, mi jefe y el dueño del lugar.
—Ya lo hice, Ronan. Todo está cuadrado. —Levanté la bolsa con mi almuerzo intacto; no había tenido tiempo de comer ni un bocado.
Ronan asomó la cabeza por la puerta con una sonrisa cansada. Era un hombre mayor, amable, pero con la energía de alguien que llevaba demasiado tiempo dirigiendo un negocio familiar.
—Gracias, muchacha. Nos vemos mañana. Y cuidado con la lluvia, está terrible ahí fuera.
Suspiré mientras me ponía la chaqueta. Claro, la lluvia. Como si mi día necesitara más emoción. Tomé mi bolso y empujé la puerta trasera de la pizzería, sintiendo de inmediato el frío húmedo de la noche.
La lluvia caía sin piedad, golpeando los charcos que cubrían las calles adoquinadas. Me detuve bajo el pequeño toldo de la entrada, observando cómo el agua corría como pequeños riachuelos. Era una de esas lluvias que te hacían pensar en quedarte en casa con una taza de té, pero yo no tenía más remedio que caminar las cinco cuadras hasta mi apartamento.
—Genial, justo lo que necesitaba —murmuré, ajustando mi bufanda y metiendo las manos en los bolsillos.
Avancé con pasos rápidos, tratando de esquivar los charcos y evitar que el agua empapara mis zapatillas. Mi paraguas, inútil como siempre, había quedado destrozado en una tormenta la semana pasada, y no había tenido tiempo de comprar uno nuevo. Ahora, lo único que me quedaba era quejarme en silencio mientras la lluvia empapaba mi largo cabello rojo y mi chaqueta.
—¡Dublín y su clima! —gruñí en voz baja, mientras una ráfaga de viento frío me hizo estremecer.
A pesar de mi mal humor, la ciudad tenía su propio encanto bajo la lluvia. Las luces de los faroles se reflejaban en los charcos, creando destellos dorados que iluminaban la oscuridad. Las pocas personas que aún caminaban por las calles se apresuraban bajo paraguas o corrían hacia algún refugio cercano.
"Esto no es una película romántica", pensé mientras sacudía mi cabello empapado. "Nadie va a aparecer de la nada para rescatarme".
Crucé la calle y miré solo en una dirección, probablemente demasiado distraída quejándome.
Apenas toqué el asfalto, escuché el rugido de un motor... algo se movió abruptamente a mi lado, y giré el rostro rápidamente.
Asustada, solté un grito. Un automóvil frente a mí me obligó a retroceder, y caí al suelo, empapándome por completo. Mis rodillas rozaron el suelo, y terminé cayendo de espaldas.
¡Maldita sea, quizás mi vida no era una película romántica, sino un drama sin emoción! Un gemido escapó de mis labios por el dolor de mis rodillas raspadas.
—¡No mi teléfono! —grité al ver mi teléfono rodar con el agua hacia la alcantarilla.
—¿Señorita? —Aquella voz masculina me hizo girar el rostro, aún asustada—. ¿Está herida?
Un hombre alto, vestido con un traje que parecía demasiado caro para alguien que debía estar conduciendo por estas calles. Su cabello oscuro brillaba bajo la lluvia, y aunque estaba a varios metros de distancia, pude sentir el peso de su mirada.
—¿Le he preguntado que si está bien? —El tono autoritario de su voz se volvió impaciente.
Mi irritación se convirtió en sorpresa cuando nuestros ojos se encontraron. Eran azules, intensos y penetrantes, como si pudieran ver más allá de mi fachada cansada.
—Creo que no es nada, solo unos raspones —murmuré, llevando la mano a mi rodilla, mientras el frío se colaba por mi ropa mojada.
Parecía que él iba a hacer lo mismo, y nuestros dedos se rozaron sutilmente bajo la lluvia. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, y retiré mi mano de inmediato. El extraño levantó la mirada, dejándome atónita con la perfección de sus facciones.
—Debería tener más cuidado. Estas calles no son seguras de noche. —Su tono era firme, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes.
Sus ojos... un azul profundo, como el océano en plena tormenta.
—Y usted debería aprender a conducir bajo la lluvia —repliqué molesta.
Por un momento, pareció sorprendido por mi respuesta.
—Necesito sacarla de aquí —dijo sin apartar los ojos de los míos.
—Créame, señor, no es nada —respondí, segura de que un pequeño rasguño en mis rodillas no iba a arruinar mi día. Aunque, tal vez, esos ojos azules eran capaces de hacerlo.
—¿Está segura? —Mister gruñón seguía preguntando.
—E-Estoy bien —balbuceé, tratando de sonar convincente mientras me frotaba las palmas de las manos.
—No parece estarlo.
—De verdad, no es nada. Solo... —Intenté incorporarme, pero un flash interrumpió mi movimiento.
Giré la cabeza y vi a un hombre con una cámara apuntándonos. Confundida, miré al desconocido frente a mí, quien frunció el ceño y masculló algo en voz baja antes de extender su mano hacia mí.
—No podemos quedarnos aquí. —Su tono no admitía discusión.
—¿Quién es usted? —pregunté, ignorando su mano y tratando de incorporarme yo misma.
—¿De verdad no sabe quién soy?
—¡Ay! —Me quejé al ponerme de pie—. Sentada no dolía tanto.
El hombre frente a mí escupió una maldición.
—Maldita sea, odio la sangre —dijo.
—¡Señor Reid! —vociferó alguien, dejándome ciega con el bendito flash—. ¡Señor Reid, ¿podría darnos unas palabras?!
—¡Señor Reid, acaba de atropellar a una ciudadana!
—Venga, señorita, la sacaré de aquí. —Se apuró a tomarme de los hombros.