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Aileen Lynch
Con el auto en movimiento, mis ojos se dirigieron hacia el hombre a mi lado, quien estaba absorto en su celular.
—Oiga, ¿podría decirme a dónde vamos? —pregunté, ya frustrada por su silencio.
Él siguió tecleando en su teléfono durante unos segundos más hasta que, al soltar un largo suspiro, logró captar su atención. Me miró finalmente y respondió:
—Vamos a mi apartamento. Necesitamos limpiar esa herida.
—¿No me dijo que es un príncipe? —refunfuñé, torciendo los labios mientras miraba mi rodilla, que aún ardía—. Ya veo que me está mintiendo.
—¿Por qué piensa que le estoy mintiendo? —preguntó con tono incrédulo. Este hombre no estaba acostumbrado a que lo cuestionaran o le preguntaran.
—Usted ha dicho que me llevará a su apartamento. ¿No se supone que vive en un castillo? —repliqué —. Creo que me ha secuestrado un asesino serial.
—¿Habla en serio? —murmuró, llevándose una mano a la cabeza.
—Sí, muy en serio.
—¡Ya le dije quién soy!
—Pues no le creo —volví a encogerme de hombros—. En serio, señor, estoy bien. Déjeme en cualquier esquina. Se supone que debería estar en casa y ahora estoy en el auto de un extraño, sin saber en qué parte de Dublín estoy. Mi tía me va a regañar por no avisarle...
—¿Eres de Kinsale, verdad? —preguntó, haciendo que girara mi rostro hacia él.
—¿Cómo sabe que soy de Kinsale? —pregunté, algo alarmada.
—Por su acento. Las personas en Dublín no hablamos así.
Fruncí el ceño, sorprendida.
—Sí, soy de Kinsale. Vine hace una semana en camión. Fue un viaje largo, dormí un rato en una gasolinera y desayuné con un camionero que conocí allí, el señor Flech.
—¿Con un camionero? ¿Tiene miedo de estar en este auto conmigo, pero desayunar con un desconocido no le preocupó?
—Bueno, al menos sé que su nombre es Flech, tiene tres hijas, tres hijos y su esposa es repostera. De usted no sé nada, excepto que parece un dios griego y que tiene el mentón de Henry Cavill... ah, y sus ojos azules.
—Usted definitivamente no se toma nada en serio…
—Y parece que usted desayunó un rey, porque está actuando como uno.
En ese momento, una sonrisa breve y ladeada se dibujó en su rostro, haciendo que sus labios se curvaran levemente. Su cabello castaño oscuro y su barba perfectamente recortada lo hacían ver aún más atractivo.
—Me llamo Aileen Lynch, ¿y usted? Creo que nuestra conversación sería menos incómoda si me dijera su verdadero nombre —dije, extendiendo la mano hacia él.
Esperé unos segundos antes de que respondiera al gesto. Su mano grande cubrió la mía, y un reloj dorado en su muñeca dejó claro que no era de los que vendían productos de segunda mano en mi barrio.
—Ya le dije mi nombre: Nolan Reid.
Mordí el borde de mi labio mientras lo miraba fijamente. Si parecía un príncipe, la insignia en su traje era la del trono de Irlanda.
Los ojos azules de Nolan bajaron hacia mis labios, y, por alguna razón, ese gesto me causó un cosquilleo delicioso.
—¡Claro! —exclamé al ver el logo de la realeza en los asientos—. ¡Eres el hijo del rey Carson Reid!
Llevé una mano a mi boca abierta de asombro.
—¿No puede meterme a la cárcel por casi lanzarme frente a su auto? ¿Por haber discutido con usted? ¡Dios mío, es aquí donde empiezo a pedir clemencia! Tengo solo 21 años; apenas estoy empezando a vivir…
—Calma.
—No, de seguro me llevarán a la horca. Yo no quería que un príncipe me atropellara, se lo juro.
—¿Te han dicho que cuando empiezas a hablar no paras? Nadie va a ir a la cárcel, puedes respirar ahora.
Esta sería la historia más loca que contaría algún día a mis hijos. Mi primera semana en Dublín, y ¿qué probabilidad había de casi lanzarme frente al auto del principe heredero?
(...)
El auto ingresó en un estacionamiento subterráneo, y mis ojos no paraban de observar cada rincón a mi alrededor. Entrecrucé las manos, comenzando a sentirme temerosa por estar allí con un heredero de la realeza.
Giré el rostro y encontré su mirada en la penumbra del auto.
—Su majestad...esto no es una buena idea. Estar en su apartamento significa estar sola con usted, y nunca he estado sola con un hombre —dije nerviosa, frotando ansiosa mis manos.
—Voy a limpiarle la herida; no quiero que mi nombre aparezca en los titulares como el príncipe que atropelló a una joven y no la asistió.
—¿No podrías haber ayudado llevándome a un hospital?
—No creo que esto amerite una visita al hospital. Mi privacidad está en juego. Podemos solucionarlo rápidamente en mi apartamento.
El auto se detuvo en una de las plazas. Mi puerta se abrió, al igual que la del príncipe. Tomé la mano del guardia de seguridad para salir, pero al voltear, me di cuenta de que su majestad ya estaba a mi lado.
—Déjame ayudarte —dijo, extendiendo su mano.
La tomé con cierta reticencia.
—¿Su majestad? —llamó uno de los guardias, y el príncipe giró el rostro hacia él—. ¿Necesita algo más?
—Quédense aquí. En breve, la señorita Lynch bajará, y la llevarán a casa. ¿Entendido?
El guardia asintió en silencio mientras él sostenía mi codo para ayudarme a caminar. Nos detuvimos frente al ascensor, cuyas puertas se abrieron, y él presionó el último botón.
Metí la mano en el bolsillo trasero para sacar mi celular.
—Ah, no —murmuré angustiada al recordar—. Maldita sea… ¡mierda, mierda, mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó, mirándome con preocupación.
—Mi celular… no tengo celular.
Él no dijo nada, pero su semblante altivo y sereno contrastaba con mi evidente falta de filtro.
—Vaya, debe pensar que estoy loca, pero no solo hablo demasiado —bajé la mirada, avergonzada.
—Hace tiempo que no tenía una conversación donde la palabra “mierda” se repitiera tantas veces —replicó con una sutil burla.