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Nolan Reid
El libro que sostenía entre mis manos había dejado de tener sentido. Estaba demasiado distraído, atrapado por los recuerdos de la noche anterior. Cerré el libro de golpe y lo coloqué sobre la mesita junto a mi cama, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón mientras soltaba un suspiro pesado.
Había sido un idiota por salir sin abrigo al jardín. Mis ideas siempre parecían más claras en la oscuridad y el frío, pero esta vez, el resultado fue una fiebre que me dejó completamente vulnerable. Y, como siempre, Aileen estaba allí, metiéndose donde no la llamaban.
Recordé cómo había entrado a mi habitación con pasos apresurados, sosteniendo un bol con agua fría y un paño. Yo estaba recostado en la cama, sintiendo cómo mi cuerpo ardía mientras el sudor empapaba mi camisa.
—Su alteza, necesita dejar que lo atienda —dijo con esa vocecita de sirena que siempre usaba, esa que me irritaba y me desarmaba al mismo tiempo.
—Estoy bien —gruñí, apartando la mirada de su rostro. ¡Dios mío, qué hermosa era!
—No lo parece —replicó alzando su pequeño mentón, y el sonrojo de sus mejillas cubiertas de pecas encendió algo en mí que no debería.
Colocó el bol sobre la mesa de noche antes de sentarse en el borde de mi cama.
Antes de que pudiera protestar, ella ya había comenzado a pasar el paño frío por mi frente. El contacto me hizo estremecer, pero no dije nada. Cerré los ojos, intentando ignorar la cercanía, su perfume suave y cómo sus dedos rozaban mi piel de forma accidental.
—No entiendo por qué siempre insiste en hacer todo sola —murmuré, incapaz de contener mi irritación... o excitación. —Hay otros médicos y enfermeras aquí. No necesita estar usted todo el tiempo.
Ella no respondió de inmediato. En lugar de eso, escurrió el paño y volvió a colocarlo sobre mi frente.
—Es mi trabajo —contestó con voz suave. —Y no es como si usted facilitara mucho las cosas. ¿Se da cuenta de que podría haber empeorado? Estaría hospitalizado si no fuera por los cuidados.
—No es para tanto.
—Parece un niño de 5 años testarudo.
Abrí los ojos para encontrarme con los suyos. Había algo en su mirada, algo que me desconcertaba. Había soñado con esos ojos en las últimas semanas. Nadie me había mirado así nunca, podía asegurar.
—No necesito que nadie se preocupe por mí —espeté, intentando recuperar mi compostura.
Ella soltó una risa breve, pero sin humor.
—Eso no depende de usted, su alteza. A veces, las personas simplemente se preocupan, aunque usted se esfuerce tanto en alejar a todo el mundo.
No supe qué responder. El ambiente entre nosotros se volvió extraño. Ella siguió atendiéndome en silencio, pero cada vez que sus manos se movían cerca de mi rostro, mi piel parecía arder de una forma distinta a la fiebre. Mis sentidos estaban embotados, y sin querer, mis ojos se detuvieron en la curva de su cuello, el brillo suave de su piel bajo la tenue luz.
—¿Por qué siempre está aquí? —pregunté de repente, mi voz más suave de lo que pretendía. —Podría estar en cualquier otro lugar. No tiene sentido.
—Quizá porque creo que incluso usted merece que alguien lo cuide —respondió sin vacilar, sus ojos clavados en los míos.
Algo en su respuesta me dejó sin aliento. Había algo en ella que no entendía, algo que me confundía y me atraía al mismo tiempo. Cerré los ojos de nuevo, incapaz de soportar la intensidad de ese momento. Cada roce del paño parecía cargar el aire de electricidad, y su proximidad despertaba en mí una incomodidad que no era del todo desagradable.
—Ya bajó la temperatura, su alteza. Ahora tiene que descansar —dijo en voz baja, inclinándose ligeramente hacia mí. Por un segundo, sentí el calor de su aliento contra mi piel, y tuve que reprimir un impulso irracional de acortar la distancia entre nosotros.
«No te vayas, quise gritarle». «No vuelvas a irte».
Regresé al presente con un sobresalto. La fiebre había bajado gracias a ella, pero mi confusión seguía creciendo. Me levanté del sillón y caminé hacia la ventana, buscando algo que me distrajera.
Ahí estaban ellas.
En el jardín, bajo el sol, Aileen y la pequeña mocosa que siempre sonreía. La niña chillaba de felicidad mientras ambas bañaban a los perros con una manguera. El agua volaba en todas direcciones, creando destellos bajo la luz del sol. Aileen reía, un sonido que no había escuchado antes, y que, sorprendentemente, no me molestó. La niña se aferraba a sus piernas, gritando:
—¡Más agua, mami! ¡Más agua!
Ella se inclinó para levantarla en brazos, girándola en el aire mientras ambas reían. Su cabello rojo brillaba bajo el sol, y la niña escondió su rostro en el cuello de Aileen, plantándole un beso en la mejilla.
—Te amo, mami —dijo la pequeña con adoración.
—Y yo a ti, princesa. Pero no me mojes tanto, o las dos terminaremos en la enfermería —respondió con dulzura, riendo de nuevo.
Las observé en silencio, sintiendo algo extraño en mi pecho. Era cálido y desconcertante, como si algo dentro de mí estuviera intentando romper la coraza que había construido con los años. Pero también había algo más, algo que no encajaba. Esa niña siempre le decía “mami” a Aileen, pero ¿no se suponía que era su hermana?
Fruncí el ceño, apretando los puños contra el alféizar de la ventana. ¿Por qué de repente me urgía abrazarlas? Ellas no eran nada mío. Algo no cuadraba, y la sensación de que había un secreto entre ellas comenzó a crecer. Pero, por alguna razón, en lugar de sentir enojo, sentí una necesidad inexplicable de descubrir la verdad.
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Aileen Lynch