El corazón que nos unió

Capítulo 1: Bajo la lluvia

Washington D. C.

Evangelina Marlowe

El frío me corta la piel. No importa cuántas veces ajuste el abrigo viejo sobre mis hombros, la humedad siempre encuentra la forma de colarse, de robarme el aliento. Ezra tiembla contra mi pecho, su respiración es rápida, entrecortada, y su pequeño cuerpo se siente demasiado caliente bajo la tela empapada.

—Ya, mi amor —susurro, frotándole la espalda con la mano helada—. Todo va a estar bien.

Sin embargo, ya no lo creo. No puedo creerlo cuando cada paso que doy me aleja un poco más de todo lo que alguna vez tuve. Las calles de Washington están cubiertas por una neblina espesa y gris, que huele a lluvia y a asfalto mojado. Los autos pasan salpicando agua, y la gente se apura con sus paraguas de colores, sin mirarme siquiera.

Hace tres días que dormimos en el refugio, en una habitación compartida con una mujer que llora en sueños y un anciano que tose toda la noche. No quería volver allí sin dinero. No otra vez. Ezra necesita medicinas, no promesas vacías ni sopa aguada.

El abrigo que llevo no es mío. Me lo dio una voluntaria hace semanas. Es tan grande que podría envolvernos a los dos, y aún así el viento se cuela entre los pliegues y me golpea en la cara. Aprieto a Ezra más fuerte, intentando que al menos él no sienta tanto frío.

Su cabeza descansa sobre mi pecho. Está ardiendo. Su piel húmeda y sus labios resecos me asustan más que cualquier cosa en este mundo.

Camino sin rumbo, con las manos entumecidas y la mente en blanco. Solo pienso en encontrar un sitio donde alguien me escuche, donde no me miren como si fuera invisible. Y entonces lo veo: un edificio de cristal, brillante incluso bajo la lluvia. Personas elegantes entran y salen con paso seguro. Mujeres con abrigos costosos, hombres de traje, todos protegidos del clima y del mundo.

Mi reflejo en la puerta parece una sombra. Cabello desordenado, ojeras, ropa empapada. Una madre sin nada. Una madre que solo tiene a su hijo.

Me quedo quieta un momento, observando cómo las gotas resbalan por el vidrio. Tal vez sea una locura, pero no tengo otra opción. Si me muevo, si sigo caminando, Ezra empeorará. Si me quedo, tal vez… tal vez alguien se apiade.

Tomo aire y extiendo la mano.

—Por favor —murmuro—. Mi hijo está enfermo, solo necesito un poco…

Al principio, nadie me escucha. Luego, una mujer deja caer un par de monedas sin siquiera mirarme. El sonido metálico al golpear el suelo me rompe algo por dentro, me siento humillada. Me agacho, las recojo y las guardo con cuidado de no molestar a mi hijo. No alcanza. No alcanza para nada.

El tiempo pasa lento. La lluvia empapa mis zapatos hasta los huesos. La piel de mis dedos está morada. Ezra se mueve inquieto y gime débilmente.

—Shhh, tranquilo, cariño —susurro, acariciándole el cabello—. Mamá está aquí.

No hay nadie más. Solo nosotros dos contra el mundo.

Algunos transeúntes bajan la mirada, otros se apartan con disgusto. Una joven con auriculares finge no oírme. Un hombre frunce el ceño al pasar. Siento el peso de todas esas miradas, como si cada una fuera otra piedra más sobre mis hombros. Pero ya no me importa. No puedo darme el lujo del orgullo.

Ezra se estremece y lo abrazo más fuerte, buscando cubrirlo con el abrigo enorme. La tela huele a humedad y desesperanza, pero es lo único que tengo.

—Solo un poco más —le digo, aunque ya no sé si a él o a mí misma—. Pronto encontraremos un lugar donde estar calientes, lo prometo.

Una promesa vacía, lo sé. Pero es la única que puedo darle.

Las luces del edificio se reflejan en los charcos, y el cielo, tan oscuro, parece caer sobre nosotros. Siento la garganta cerrarse, las lágrimas mezclarse con la lluvia. Me arde la piel, me arde el corazón. Nunca imaginé que pedir ayuda doliera tanto.

No obstante, aquí estoy, con mi hijo enfermo en brazos, rogando a desconocidos bajo un aguacero que parece no tener fin.

Esta lluvia me recuerda a una en el pasado, puede que fuera tan intensa como esta, pero tenía la misma frialdad. Ezra dormía en su cuna, y yo estaba doblando la ropa en el sofá cuando escuché los golpes en la puerta. Tres toques firmes, tan secos que me hicieron soltar la blusa que tenía entre las manos. No sé cómo, pero supe que algo estaba mal. El corazón me latía tan fuerte que apenas podía respirar.

Cuando abrí, lo vi: un hombre con uniforme, el rostro empapado y serio. No dijo mucho. Solo pronunció mi nombre y bajó la mirada antes de explicarme lo ocurrido. No recuerdo las palabras exactas. Solo recuerdo que sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies.

«Su esposo… accidente… no sobrevivió».

Así de rápido, esas tres palabras que lo cambiaron todo. No recuerdo haber llorado en ese momento. Solo me quedé quieta, mirando el vacío que dejó su voz. Era como si el mundo se hubiera vuelto un ruido lejano. Luego miré la cuna, vi a Ezra dormir, y la realidad me cayó encima como una ola helada.

Liam. Mi Liam.

El chico de la sonrisa torpe que conocí en la secundaria. El que me hacía reír cuando todo era más fácil, cuando los sueños parecían alcanzables. Nos casamos jóvenes, demasiado jóvenes, decían todos. Pero yo no me arrepentí nunca. Él era mi casa, mi paz, el lugar donde creía que siempre estaría segura.




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