El corazón que nos unió

Capítulo 2: Ayuda desinteresada

Washington D. C.

Evangelina Marlowe

El interior del auto es cálido, pero sigo temblando. No sé si es por el frío o por el miedo que se aferra a mi piel como una sombra. La calefacción está al máximo, las ventanas empañadas y el olor a cuero caro me resulta extraño, ajeno, como si no tuviera derecho a respirarlo. Aprieto a Ezra contra mi pecho. Su pequeño cuerpo está tibio, demasiado tibio, y cada tanto deja escapar un gemido entre sueños que me hace contener el aliento.

Cada tanto, le acaricio la cabeza, paso los dedos entre sus rizos húmedos, y murmuro su nombre en voz baja, como si eso pudiera mantenerlo conmigo.

—Ezra… mi amor… mamá está aquí.

A mi lado, Rowan me observa sin decir palabra. Su chaqueta aún gotea, pero no parece importarle. Tiene esa clase de presencia que incomoda, no por ser amenazante, sino por lo opuesta a todo lo que he conocido: tranquila, sólida, casi… segura.

—Déjeme cargarlo un momento —pide en un tono sereno—. Solo para que pueda cambiarse y entrar en calor. Le prometo que no le pasará nada.

Niego enseguida, apretando más fuerte a Ezra contra mi pecho.

—No —respondo con voz quebrada—. No puedo soltarlo.

—No voy a quitárselo —insiste.

—No me importa —replico, un poco más alto de lo que pretendía—. No pienso soltarlo.

Mis ojos se llenan otra vez. No por tristeza, sino por miedo. Por ese miedo que nunca me abandona, que se pega a mi piel como una segunda sombra. No confío en nadie. No puedo hacerlo.

Rowan asiente despacio, sin discutir. No me toca, tampoco me presiona. Solo hace un gesto hacia el abrigo doblado a su lado.

—Entonces, al menos póngase esto —dice—. Está seco.

Dudo unos segundos, pero el frío me cala los huesos. Al final, con movimientos torpes, trato de sostener a Ezra con un brazo mientras tomo el abrigo con el otro. Él me mira en silencio, sin moverse, hasta que logro cubrirme con la prenda. Es grande, huele a madera, a algo cálido. No recuerdo la última vez que algo olió así, tan limpio.

El motor vibra con suavidad. Afuera, las luces pasan una tras otra, distantes, ajenas. Dentro, solo se escucha la respiración de mi hijo y el leve golpeteo de la lluvia contra el vidrio.

Me doy cuenta de lo absurdo de todo. De lo rápido que puede girar la vida. Hace unas horas, estaba en una esquina rogando que alguien me diera cualquier cosa. Y ahora estoy aquí, en un auto de lujo, con un desconocido al lado y la promesa —solo eso—, de que ayudará a mi hijo.

No sé si hice bien en subir. Pero ya no podía más. Estaba cansada. Cansada de tener miedo y de fingir que todo está bien cuando no lo está. Cansada de caminar sin rumbo con Ezra en brazos, buscando un techo, una mirada amable, un poco de ayuda.

A veces pienso que la gente no se da cuenta de lo fácil que es quebrarse. Que basta con perder una cosa, solo una, para que el resto se venga abajo como un castillo de cartas. Yo lo perdí casi todo. Y desde entonces, todo ha sido una huida constante.

Rowan rompe el silencio otra vez.

—El hospital está a unos veinte minutos. Conozco a una pediatra que puede atenderlo sin preguntas.

«Sin preguntas». Esa frase me atraviesa. Lo dice como si supiera. Como si entendiera lo que me pasa.

—¿Por qué hace esto? —pregunto de pronto, sin mirarlo—. No me conoce. No tiene por qué ayudarme.

Él tarda un momento en responder.

—No sé —admite al final—. Supongo que no podía quedarme quieto mientras alguien sufría frente a mí.

Sus palabras suenan sinceras, pero eso no basta. En mi mundo, nada se da sin algo a cambio. Nadie ayuda sin esperar recompensa. Nadie.

—No tengo dinero, como puede ver —le advierto con voz baja, sin apartar la mirada de Ezra—. Si espera que le pague, no puedo.

—No quiero su dinero —responde con calma.

Eso me desconcierta más que cualquier otra cosa. —Entonces… ¿qué quiere?

Él me mira, pero no contesta. Hay algo en su expresión, algo que no sé descifrar. No deseo leerlo mal. Ya he cometido demasiados errores confiando en las personas equivocadas.

Miro otra vez a Ezra. Su respiración se vuelve más tranquila, su temperatura parece ceder apenas. Paso una mano por su frente y susurro una oración sin voz. Quizás alguien arriba me escuche esta vez.

Todo se siente suspendido. El silencio, la espera, el miedo. Y, aun así, dentro de ese miedo, nace algo diminuto: una chispa. Quiero creer que esta vez será diferente. Que sí hay bondad en este hombre. Que no terminaré pagando un precio que no puedo soportar. Pero también sé que nada es gratis. Nunca lo ha sido.

Estoy dispuesta a pagarlo, sea lo que sea, con tal de que mi hijo esté bien.

Respiro hondo. Aprieto a Ezra contra mí y cierro los ojos. El motor vuelve a rugir. La ciudad sigue su curso, indiferente. Y yo, una mujer temblando en la oscuridad, solo tengo una certeza: a veces, para salvar a quien amas, debes confiar en la persona que más temes.

Pasados unos minutos, por fin nos detenemos frente a un edificio imponente, con ventanales iluminados que parecen cortar la oscuridad. El logo del hospital brilla en letras plateadas, demasiado pulcras, demasiado lejanas de mi mundo porque se nota que es lujoso, de esos privados.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.