Washington D. C.
Rowan Callahan
Evangelina está sentada junto a la cama, la cabeza inclinada, los dedos entrelazados con los de su hijo. No se mueve. No habla. Solo lo observa como si temiera que, si aparta la vista un segundo, el niño desaparezca.
La entiendo. O al menos creo hacerlo. He visto ese tipo de miedo antes: el miedo a perder lo único que te mantiene cuerdo.
Me quedo de pie cerca de la puerta, en silencio. No quiero asustarla. Cada músculo en su cuerpo está tenso, evidenciando que está lista para huir. Si hago un movimiento en falso, si digo algo equivocado, sé que correrá con el niño en brazos y desaparecerá antes de que pueda detenerla.
Y no puedo permitirlo.
No sé en qué momento me convertí en este hombre que se preocupa por una desconocida. No lo planeé. Solo la vi allí, empapada, temblando bajo la lluvia, y algo dentro de mí se rompió. No fue lástima. Fue… algo más profundo.
Quizás fue su mirada. Esa mezcla de miedo y decisión, de orgullo y desesperación. Una mirada que conozco demasiado bien porque mi madre tenía la misma.
Recuerdo sus manos temblando cuando me cubría con su abrigo viejo. Recuerdo el día en que decidió entregarme para que pudiera tener una vida mejor. No la juzgo. Nunca pude hacerlo. Pero desde entonces, he jurado no sentirme indefenso otra vez.
Y ahora, ver a Evangelina sosteniendo a su hijo como si el mundo entero estuviera dispuesto a arrebatárselo… despierta algo en mí que no logro controlar. Un instinto primitivo, feroz.
Quiero protegerlos. Quiero asegurarme de que nunca vuelvan a pasar hambre, frío o miedo. Y no sé por qué rayos me importa tanto.
Cuando el policía la agarró hoy, todo mi autocontrol se fue al retrete. Tuve que recordarme, una y otra vez, que no podía resolverlo con violencia. Que romperle la cara al oficial no ayudaría a nadie. Así que recurrí a la mentira más convincente que se me ocurrió: decir que era mi novia. Aún no sé de dónde salió esa idea, pero en el momento sonó lógico y necesario.
Y ahora aquí estoy, mirándola sentada sobre una silla incómoda, mientras su hijo respira y se nutre con la ayuda de una máquina. Ella se ve agotada, pero incluso así… Rayos, ella es hermosa.
No del modo superficial al que estoy acostumbrado, sino de ese tipo de belleza que no puede fingirse. La que sobrevive incluso bajo la suciedad, el cansancio, el miedo. Cabello rojo desordenado, piel pálida, labios partidos. Todo en ella parece hecho de fuego y fragilidad a la vez.
Y ese niño… Ezra. Tiene el mismo cabello cobrizo y unos ojos tan claros que casi duelen. Aun dormido, se aferra a la mano de su madre como si fuera su ancla.
No. No puedo dejarlos ir. Lo sé con la misma certeza con la que sé que mañana amanecerá. Evangelina no lo entendería. No ahora. Pero hay algo en ella y en ese niño que me ata. Como si, de algún modo, ambos llenaran un vacío que ni siquiera sabía que seguía abierto.
No soy un hombre fácil. La gente me describe como frío, reservado, imposible de leer. No me molesta porque prefiero que me subestimen antes que descubran en qué lugares estoy roto. Pero ella… ella me ve diferente. Aún no me mira de verdad, pero cuando lo haga, cuando deje de temerme, sé que verá más de lo que debería.
Eso me asusta más de lo que quiero admitir.
Cruzo los brazos y observo el monitor junto a la cama. Los números son estables. Ezra mejora. Cada respiración suya es una victoria que no me pertenece, pero que siento como propia.
Podría irme. Podría dejar una transferencia hecha y seguir con mi vida, fingir que nada de esto pasó, mas no puedo. Algo dentro de mí gruñe ante la idea. Soy como un lobo que ha encontrado algo que considera suyo, y no estoy dispuesto a soltarlo.
Ella no lo sabe todavía, pero no voy a permitir que vuelva a la calle. No mientras yo tenga un techo bajo el cual pueda refugiarse. No mientras tenga el poder de cambiar su destino.
Mi teléfono vibra en el bolsillo. Lo saco sin apartar la vista de ellos. Es un mensaje de Marcus, mi asistente: ¿Desea que cancele sus reuniones de mañana?
Tecleo una respuesta rápida: Sí. Ocúpate de todo.
Por primera vez en años, algo más que el trabajo tiene prioridad. Camino despacio hasta la ventana y miro la ciudad cubierta de lluvia. Las luces parecen más lejanas desde aquí. Más frías. Tal vez porque esta habitación, por pequeña que sea, se siente extrañamente cálida.
Cierro los ojos por un segundo y me permito una verdad: No sé quién es exactamente Evangelina Marlowe. No sé qué secretos la trajeron hasta mi puerta. Pero voy a descubrirlo. Y cuando lo haga, cuando entienda todo lo que la persigue, haré lo que sea necesario para mantenerla a salvo.
Incluso si eso significa mostrarle la parte de mí que he escondido del mundo. Aun si eso significa admitir que, desde el momento en que la vi, ya no volví a ser el mismo.
Mi celular vibra de nuevo y al sacarlo, veo que es un mensaje de Daphne pidiéndome hablar. Me muevo sin hacer ruido y salgo al pasillo. Cierro la puerta detrás de mí y ahí está ella, apoyada en la pared, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.