El corazón que nos unió

Capítulo 4: Nueva casa

Washington D. C.

Evangelina Marlowe

Ezra duerme pasa la noche tranquilo por primera vez en días. Su respiración es pausada, sin ese silbido ahogado que me quitaba el sueño. Le acaricio el cabello con suavidad, intentando grabar en mi mente la imagen de su rostro en calma. Daphne acaba de irse, no sin antes darme una lista de medicamentos y prometer que me llamará para hacer seguimiento. Yo le prometí que lo haría, que no dejaría que volviera a enfermarse. Lo juré con el alma.

Cuando la puerta se cierra tras ella, el silencio se instala de nuevo, y siento la presencia de alguien detrás de mí. No necesito girarme para saber quién está ahí. Su sombra es pesada y densa. Pero no me incomoda… al menos, no tanto como antes.

Anoche se fue sin dejarme responderle. Había recibido una llamada, murmuró algo sobre «negocios» y desapareció. Me quedé sola, pensando en su propuesta, intentando encontrar el truco escondido. Pasé la noche entera preguntándome si aceptar significaba vender mi alma, pero también pasé la noche observando cómo mi hijo dormía en una cama limpia, abrigado y alimentado.

Y eso lo cambia todo.

—¿Dormiste algo? —pregunta Rowan, acercándose despacio.

—No mucho —respondo, sin apartar la vista de Ezra—. Pero tuve tiempo para pensar.

Lo escucho moverse, sentarse en la silla junto a la cama. No dice nada, no obstante, siento sus ojos sobre mí. Reúno valor, respiro hondo y me vuelvo hacia él.

—Acepto.

Solo eso. Una palabra que me pesa más que cualquier promesa. Sus cejas se alzan un poco, sorprendido, aunque sus labios esbozan esa media sonrisa suya que parece dibujada a fuego.

—¿Aceptas…? —repite, como si quisiera oírlo de nuevo.

—Tu propuesta —digo con firmeza—. Fingiré ser tu novia, prometida, esposa o lo que necesites. Pero… —añado, alzando una mano antes de que interrumpa—, tengo condiciones.

La sonrisa en sus labios se vuelve más amplia, casi divertida. —Por supuesto que las tienes.

—Primero —empiezo, sin dejarme distraer—, no habrá intimidad entre nosotros. Esto será solo un trato. Una formalidad.

Él asiente sin protestar, pero hay algo en su mirada que me hace sentir como si acabara de retarlo.

—Segundo —continúo—, yo trabajaré. No puedo aceptar dinero o cosas que no me gane. Quiero limpiar, cocinar, lo que sea, pero quiero hacerlo yo. No… —mi voz tiembla un poco—, no quiero deberte nada.

Rowan me observa en silencio por unos segundos que se sienten eternos. Luego, se reclina en la silla y suelta un suspiro largo.

—Acepto todo, menos eso último.

—¿Qué? —pregunto, frunciendo el ceño.

—Mi esposa no puede trabajar —responde con calma, como si estuviera explicando algo obvio—. No sería… apropiado. La prensa destrozaría mi reputación, y no puedo permitirme eso.

—¿Tu reputación? —repito, indignada—. ¿Y qué hay de mi dignidad? No necesito que me mantengan como a una muñeca, Rowan.

Sus ojos se clavan en los míos, serenos, pero firmes.

—No eres una muñeca, Evangelina. Y no quiero mantenerte. Quiero protegerte.

Esas palabras me descolocan, dado que no sé si suenan dulces o peligrosas. Tal vez ambas cosas. Aun así, me cruzo de brazos, desafiante.

—No necesito protección.

—Sí, la necesitas —dice sin dudar—. Tú y tu hijo.

Sus palabras se sienten como un golpe seco, no por su tono, sino porque tiene razón. Y eso me enfurece. Abro la boca para replicar, pero él se levanta. Su presencia llena el cuarto de nuevo, como si fuera demasiado grande para el espacio que ocupa.

—Hablaremos de eso después —dice, dándome la espalda por un instante—. Por ahora, concéntrate en tu hijo. Lo demás puede esperar.

Sé que solo intenta posponer la discusión, pero no insisto. No hoy. Vuelvo la mirada hacia Ezra, que se mueve un poco entre las sábanas. Y mientras lo miro dormir, me repito que esto no es más que un trato. Un intercambio temporal y nada más.

Aunque una voz muy pequeña, en lo más profundo de mi pecho, me dice que tal vez acabo de abrir la puerta a algo que no podré cerrar.

Horas más tarde, el auto avanza en silencio, el sonido constante de la lluvia contra las ventanas llena el aire. Ezra va en su silla a mi lado, sus piernas están balanceándose al compás de los baches en la carretera. A ratos, suelta un pequeño sonido, una sílaba suelta, una risa mínima. Lo observo con atención y mi corazón se aprieta un poco.

Hace tanto que no lo oía reír.

Rowan va en el asiento del copiloto, en silencio. Habla de vez en cuando con el chofer —el señor Bennett—, así se presentó. Cuando me abrió la puerta para subir al auto y vi la silla para niños, no pude evitar mirarlo sorprendida.

—Gracias —le dije con un nudo en la garganta.

Él solo asintió, con ese aire reservado de quien no necesita palabras para demostrar respeto.

Ahora, Ezra observa todo a través del vidrio, fascinado por los edificios, por las luces que se encienden en los semáforos. Su pequeño dedo toca el vidrio húmedo, trazando formas invisibles.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.