El corazón que nos unió

Capítulo 5: Perdido

Washington D. C.

Rowan Callahan

No logro dormir. Toda la noche me la paso dando vueltas en la cama, con la mirada fija en el techo, sintiendo el peso de mis pensamientos como si fueran piedras amarradas a mi pecho. Dentro de mí se desata una tormenta y tiene nombre: Evangelina.

Desde el momento en que decidí que se quedaría aquí, algo en mi interior perdió la calma. No debería afectarme tanto, no tiene sentido. Apenas la conozco, pero el solo hecho de saber que está durmiendo bajo el mismo techo, a unas puertas de mi habitación, me deja inquieto.

Cada vez que cierro los ojos, la veo. Su rostro cansado, sus ojos rojos después del baño, el temblor en su voz cuando hablaba de su hijo. Esa mezcla de fragilidad y fuerza que la rodea como una armadura rota. Y yo… no sé qué hacer con todo lo que me provoca.

Mi mente me dice que debo mantener la distancia, que no debo involucrarme más de lo necesario, pero mi corazón —ese traidor—, no entiende de límites ni de razones. Solo quiere acercarse, sostenerla, decirle que ya no tiene que cargar sola con tanto. Sin embargo, eso sería una locura, una estupidez. Y yo no soy un hombre que se permite estupideces.

Me levanto antes del amanecer. No hay caso en seguir fingiendo que puedo descansar. La mansión está en silencio, lo cual es usual. Me pregunto si eso cambiará una vez que Ezra se mejore del todo.

Camino descalzo hasta el baño, dejo que el agua helada lave mi cuerpo y aleje el cansancio; al salir me visto con el traje gris que colgué anoche. Ajusto el nudo de la corbata frente al espejo, sin mirar realmente mi reflejo. Lo hago por costumbre, por mantener el control que siento que estoy perdiendo.

Cuando bajo a la cocina, el aroma al pan recién hecho y café me recibe como una vieja rutina. Grace ya está allí, moviéndose de un lado a otro con su energía habitual. Tiene el cabello recogido y un delantal floreado que no combina en absoluto con su carácter fuerte.

—Buenos días, señor Rowan —dice, sin necesidad de mirarme para saber que entré—. No pensé que bajaría tan temprano.

—No pude dormir —respondo, sentándome en el banco junto a la isla central.

—Ya lo imaginaba. —Su tono tiene ese matiz de sabiduría que solo los años dan. Sirve una taza de café y la deja frente a mí—. ¿Pensando en ella?

Levanto la mirada, sorprendido por su precisión. —Grace…

—No hace falta que lo niegue —interrumpe, con una sonrisa cómplice—. Tiene esa mirada que le vi cuando llegó aquí con el niño en brazos. No puede ocultarlo, señor.

Bajo la vista hacia la taza. El café aún humea.

—Ella y el niño… han pasado por mucho. Solo quiero asegurarme de que estén bien.

—Lo sé. Pero a veces las buenas intenciones son más peligrosas que las malas decisiones. —Apoya las manos sobre la encimera y me observa con seriedad—. ¿Qué planea hacer exactamente?

Sus palabras me hacen tensar la mandíbula. —Nada fuera de lugar. Solo… ayudarla.

—¿Y mentirle también entra en esa definición? —pregunta sin rodeos.

La miro. Grace siempre ha tenido esa capacidad de ver a través de mí, incluso cuando intento ocultarlo todo.

—No le estoy mintiendo —digo, pero la frase suena hueca incluso para mis oídos.

Ella levanta una ceja. —¿Tiene que casarse para reclamar su herencia?

Respiro hondo, apartando la taza.

—No tiene por qué entenderlo. Es por su bien. Hay cosas que ella no tiene que saber, si lo supiera…

—Y usted no puede permitirse eso, ¿cierto? —Su voz se suaviza, como si ya conociera la respuesta—. Porque necesita que confíe en usted.

—Exactamente.

Grace asiente, se cruza de brazos y suspira. —Entonces asegúrese de que la mentira valga la pena, Rowan.

Sus palabras me golpean más de lo que esperaba. Me levanto del banco, intentando cambiar de tema.

—Quería pedirle algo antes de irme.

—Lo escucho.

—Quiero que se quede cerca de Evangelina hoy. Enséñele dónde está todo, ayúdela con lo que necesite. Que se sienta cómoda, que entienda que no tiene que pedir permiso para nada. —Mi voz suena más autoritaria de lo que pretendo—. Y cualquier cosa, cualquier cosa que pase, me avisa.

Grace asiente con un leve movimiento de cabeza. —Así será. No se preocupe, yo la cuidaré como si fuera mi propia hija.

Ese comentario me provoca un pequeño nudo en el estómago. Hija. Evangelina podría serlo, pero no lo es. Y no quiero verla de esa manera.

Recojo mis llaves del mesón y me dispongo a salir. Grace se limpia las manos con el paño y me sigue con la mirada hasta la puerta.

—Señor Rowan —me llama justo cuando pongo una mano en el pomo.

Me detengo. —¿Sí?

—Lo respeto mucho por lo que está haciendo —dice con una sinceridad que me desarma—. No todos los hombres serían capaces de tender la mano sin esperar ciertas cosas a cambio.

La observo en silencio. Ella sonríe, pero sus ojos tienen un brillo serio.




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