Washington D. C.
Rowan Callahan
Son las ocho de la mañana y quisiera estar en casa, cerca de mis nuevos invitados. En su lugar, estoy en la fría oficina, donde el aire huele a papel nuevo, tinta y café recién hecho, que no logra despejarme del todo. Estoy sentado frente al escritorio, con las mangas de la camisa arremangadas —estresado—, y los ojos fijos en el documento que mi abogado acaba de colocar frente a mí.
—Las cláusulas son claras, señor Callahan —dice James, mi abogado desde hace más de una década. Tiene ese tono pausado, preciso, que utiliza cuando quiere asegurarse de que no se me escape ningún detalle, que es siempre—. En caso de disolución del matrimonio, la señora Marlowe recibirá una compensación mensual por dos años, además de la propiedad que usted elija poner a su nombre.
Asiento, distraído. Las palabras «disolución del matrimonio» me suenan a veneno.
—Y el niño —añado, sin apartar la vista del papel—. Ezra. Asegúrese de que quede protegido. Quiero que el acuerdo lo reconozca como beneficiario de todo lo que le corresponda a su madre.
James levanta la mirada por encima de sus lentes.
—Lo hará. Pero permítame decirle, Rowan, que esto… —Deja la pluma sobre el escritorio— es inusual. Usted no la conoce desde hace ni una semana.
—No necesito conocerla más —respondo con un tono más brusco del que pretendía.
Él suspira, resignado.
—Aun así, este tipo de compromisos suelen… complicarse. Si lo que desea es protegerla, bastaría con una pensión, no con un matrimonio.
Clavo los ojos en él. —No lo entenderías.
Y tampoco me interesa explicárselo. James es un hombre de leyes, de lógica y de decisiones calculadas. Yo, por primera vez en años, estoy actuando desde un lugar completamente distinto.
Tomo el documento y lo repaso con la mirada. Las cláusulas son justas, detalladas, impecables. Y, aun así, siento que todo esto es un teatro. Porque si fuera por mí, me casaría con ella sin contrato, sin abogados, sin testigos. Solo ella, Ezra y yo.
Sin embargo, sé que eso no sería suficiente para Evangelina. Ella necesita seguridad, necesita pruebas, necesita ver por escrito que esto no es otra trampa de la vida para quitarle lo poco que le queda. Por eso firmará un contrato. Y yo, si con eso logro que confíe en mí, firmaré mil.
—¿Quiere que incluya un plazo mínimo de matrimonio antes de que pueda solicitar el divorcio? —pregunta James, anotando algo.
—No —replico sin dudar—. No habrá tiempo límite.
Él parpadea con evidente incredulidad en su expresión.
—¿Seguro? Eso la deja en una posición ventajosa, legalmente hablando.
—Lo sé. —Sonrío apenas—. Pero si ella quiere irse, no pienso detenerla con papeles.
James me observa por unos segundos, en silencio.
—Entiendo.
No, no entiende. Nadie lo hace y tampoco me importa.
Cuando Ezra se durmió en mis brazos anoche, sentí algo que jamás había sentido antes. No fue compasión ni ternura pasajera. Fue una certeza. Una voz interna —una que había callado durante años—, diciéndome que ese niño debía estar a salvo. Que ella debía estar a salvo. Y que, por alguna razón que no puedo explicar, ambos me pertenecen de una forma que no tiene que ver con la posesión, sino con el destino.
Ella no lo sabe, pero anoche la miré largo rato antes de subir a la habitación. Con su hijo en mis brazos, ella no se apartó de mi lado, por lo que pude conversar con ella. No hablamos de nada a fondo, solo cosas banales que memorizo en mi mente para un futuro. Mientras hablábamos, sus ojos estaban tranquilos, al igual que su postura. En menos de dos días, logré que ella se relajara lo suficiente. Por supuesto que todavía hay cautela en sus ojos y en sus palabras, empero, me da la esperanza de que podré borrar eso en el futuro.
—Tendré el borrador final esta tarde —dice James, guardando sus papeles—. ¿Desea que programe la cita para la firma mañana?
Asiento. —Sí. Pero hágalo en mi casa. No quiero que Evangelina se sienta intimidada por oficinas o notarios.
—Como desee.
Cuando James se marcha, me quedo solo. La oficina se siente demasiado grande y vacía. Apoyo los codos sobre el escritorio y paso una mano por mi rostro. Podría decir que esto es una locura, y quizás lo sea. Pero después de años viviendo en la rutina, sin dejar entrar a nadie, sin confiar, sin sentir nada más allá de la obligación… esta locura se siente bien.
Cierro los ojos y, por un momento, vuelvo a verlos. Ezra riendo, Evangelina sonriendo a medias, con la luz de la tarde iluminando su cabello. Esa imagen es mi norte. Si debo mentirle para protegerla, lo haré. Si debo enfrentarme al mundo para mantenerlos a salvo, también.
Porque aunque ella crea que esto es solo un trato, para mí es el inicio de algo que no pienso dejar ir.
—Así que es cierto. —La voz grave me saca de mis pensamientos.
Levanto la vista para ver a Miles apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y esa expresión de juicio que le conozco desde que tengo memoria. Las canas en sus sienes resaltan bajo la luz del ventanal, y aunque siempre ha sido un hombre de presencia imponente, hoy parece más… serio. No somos hermanos de sangre, puesto que él sí es hijo biológico de los señores Callahan, mas eso nunca le impidió tratarme como a un hermano.