Washington D. C.
Evangelina Marlowe
Me miro en el espejo y por un segundo no me reconozco. La mujer que me observa desde el reflejo parece salida de un sueño: el cabello recogido en un moño elegante, la piel luminosa, los labios de un tono suave que jamás usé antes. El vestido de novia —blanco, sencillo, perfecto— se ajusta a mi cuerpo como si hubiera sido hecho a medida.
Si no fuera yo, diría que parece feliz.
Pero soy yo. Y sé que debajo de esta capa de maquillaje y tul hay una mezcla de nervios, cansancio y algo parecido al miedo.
Hace una semana, dormía con mi hijo en una habitación fría y prestada, con una manta que apenas cubría nuestras noches. Días atrás, contaba las monedas para comprar pan y leche. Y ahora… ahora estoy en la habitación de una mansión, rodeada de flores, perfumes caros y personas que me llaman «señora».
La vida puede girar en un suspiro.
Me acomodo el velo y suspiro, intentando ordenar los pensamientos que no paran de golpearme. Me casaré con un hombre que apenas conozco. Un extraño. Pero uno amable, correcto, educado… y, sobre todo, generoso. Me ofreció estabilidad, un techo, un futuro para mi hijo. Y un contrato que, aunque suene frío, me garantiza que no volveré a pasar hambre.
Casarme con él parece poco a cambio de todo eso.
«Un intercambio justo» me repito, aunque la frase me deja un nudo en la garganta. No me engaño: esto no es amor. Es necesidad y supervivencia.
Miro el reloj sobre la mesa y me doy cuenta de que faltan apenas unos minutos. Siento una punzada en el estómago. No es miedo, no del todo. Es… ansiedad. Como si una parte de mí supiera que, cuando diga «sí», una puerta se cerrará para siempre y otra se abrirá hacia un camino que no sé a dónde lleva.
Pienso en mi hijo. En su sonrisa cuando probó por primera vez un desayuno caliente en días. En la forma en que durmió tranquilo en una cama limpia. Eso basta para recordarme por qué estoy aquí. Por él. Por nosotros.
Tomo aire y acaricio el borde del velo con cuidado.
—Ser feliz, encontrar el amor… —murmuro sin querer, repitiendo palabras que alguna vez tuvieron sentido para mí. Pero no ahora.
No cuando el amor no da de comer ni paga cuentas. No cuando ser práctica es lo único que puede salvarnos.
Alguien toca la puerta, sacándome de mis cavilaciones. —Señora Evangelina, es hora.
Mi corazón da un salto. Me miro una última vez. La mujer del espejo asiente con serenidad. Camino hacia la puerta con pasos firmes, aunque las piernas me tiemblen por dentro. Ya no soy la misma que buscaba refugio en estaciones o se dormía con miedo a la intemperie. Hoy soy otra. Una mujer que aprendió a agradecer los milagros y aferrarse a ellos como sea posible.
Salgo al pasillo. El murmullo de los invitados llega hasta mí, suave, lejano, casi como una canción. En el jardín, el altar me espera, rodeado de luces y flores blancas. El aire huele a lavanda y promesas.
Y ahí, de pie, está él. Mi futuro esposo. El hombre que cambió mi destino con una sola firma. No tiemblo, ni retrocedo, sino que sonrío porque, aunque no sea amor, será suficiente.
Camino hacia el altar con un ramo de flores blancas entre las manos, mientras el ministro nos observa con una sonrisa amable. Mi corazón late con fuerza, aunque trato de mantener la calma. A unos pasos frente a mí, Rowan espera y, por alguna razón, me cuesta sostenerle la mirada.
Nos encontramos en el centro del pequeño pasillo, y cuando él me ofrece su brazo, lo acepto con una mezcla de nerviosismo y… algo más. No sé qué es, pero está ahí, latente, en el roce de su piel contra la mía.
El ministro empieza a hablar, su voz profunda se mezcla con el sonido de los pájaros en la distancia. Habla sobre el compromiso, el respeto y la promesa de caminar juntos, incluso cuando el camino se vuelva incierto. Cada palabra resuena en mí como un eco de lo que deseo, pero no me atrevo a esperar.
No hay votos escritos. No los acordamos. Esto es un acuerdo, no una historia de amor. Pero entonces el ministro mira a Rowan y este comienza a hablar.
—Evangelina —empieza con una voz grave y tranquila—, no prometo darte una vida perfecta. No obstante, sí prometo estar cuando la vida se vuelva difícil. Prometo cuidar de ti y de tu hijo, que se siente mío. Prometo no juzgar tu pasado, y darte un presente en el que no tengas que tener miedo.
Siento un nudo formarse en mi garganta. No estaba preparada para eso. Su tono es sincero, sin dramatismos. Pero cada palabra suya cae sobre mí como un bálsamo, como si de verdad creyera en lo que dice… como si, de algún modo, ya lo sintiera.
—Prometo ser el farol que te ilumine en medio de la noche tormentosa. Quiero que seas el sol que ilumina mis días, y la luna y las estrellas que me guían de noche. Quiero que seamos una familia.
Cuando termina, mis ojos están nublados y me doy cuenta de que una lágrima se ha escapado sin permiso. El ministro continúa con otra parte, mas no presto atención porque sigo procesando los votos de mi casi esposo.
Entonces, llega el momento de los anillos. Mis manos tiemblan cuando él toma la mía y desliza el aro dorado en mi dedo. Lo hace con una delicadeza que me desarma. Yo hago lo mismo, apenas respirando, intentando no pensar demasiado en lo que este gesto significa.