El corazón que nos unió

Capítulo 8: Lo que esconde

Washington D. C.

Rowan Callahan

No pasa ni una hora desde que el ministro nos declara marido y mujer, cuando la calma empieza a resquebrajarse.

La recepción es sencilla y elegante. Pocos invitados, música suave, el aroma a vino tinto y flores recién cortadas flotando en el aire. Evangelina luce ansiosa, aunque se esfuerza en no parecerlo. La observo desde lejos, conversando con una mujer que no recuerdo haber invitado; seguro es la esposa de alguno de mis socios. Su sonrisa es educada, pero en sus ojos hay algo distinto… algo contenido, como si temiera disfrutar demasiado de este instante.

Y tal vez lo entiendo. Después de todo, ninguno de los dos está aquí por un cuento de hadas. Al sentir mi mirada en ella, se aleja de la mujer y se acerca a mí. Hay algo en verla acercándose a mí, que me acelera el corazón y me pone las manos sudorosas.

Ella mira por encima de mi hombro, una voz habla cuando ella está delante de mí.

—Así que tú eres la novia. —musita mi hermano.

Me giro y veo a Miles, impecable como siempre. A simple vista parece encantador, pero sé que detrás de ese gesto hay preguntas, juicios y una mente que nunca deja de calcular. Evangelina asiente y lo mira. Miles le toma la mano con gentileza y la felicita, como buen hermano que es.

—Este es mi hermano mayor, Miles Callahan. —Se lo presento.

—Bienvenida a la familia, señora Callahan —dice, con un tono que suena demasiado medido.

Ella sonríe, agradecida, sin notar la forma en que su mirada se detiene un segundo más de la cuenta sobre ella.

Luego me mira a mí.

—Hermano —dice, dándome una palmada en el hombro antes de acercarse para abrazarme—. Necesitamos hablar. Urgente.

El peso de sus palabras me tensa. Lo conozco demasiado bien. No habla de trabajo ni de trivialidades cuando usa ese tono.

Me disculpo con Evangelina, prometiendo que volveré pronto, y la dejo en manos de una de las invitadas que insiste en hablarle del menú. Ella asiente, confiada, sin imaginar qué es lo que pasa.

Miles camina delante de mí, sin decir palabra, hasta llegar a mi oficina. Me deja entrar primero, luego cierra la puerta y gira la cerradura.

—¿Qué demonios estás haciendo, Rowan? —Su tono cambia de inmediato, frío, acusador.

Me apoyo en el escritorio, cruzando los brazos. —Te sugiero que seas más específico.

Miles se ríe sin humor.

—Específico, dices… —Busca algo en el bolsillo interior de su chaqueta y saca un sobre doblado—. ¿Quieres que empiece por esto?

Reconozco ese sobre. No necesito abrirlo. Sé perfectamente lo que contiene.

—No hace falta —respondo sin tocarlo.

Miles lo arroja sobre el escritorio.

—Entonces dime tú, ¿por qué te casaste con ella?

—Ya te lo dije —respondo, manteniendo la calma—. Porque quise hacerlo.

—¿Porque quisiste? —repite con mucha incredulidad—. Vamos, Rowan. No me trates como a un idiota. Sabes quién es esa mujer. Sabes lo que ese nombre significa.

Levanto la vista y lo miro directo a los ojos.

—No me importa quién fue —respondo con firmeza—. Evangelina es mi esposa ahora, y eso es todo lo que me interesa.

Miles se queda en silencio por un momento, como si esperara que me retractara. Pero no lo hago. Finalmente, su voz se suaviza, aunque sigue cargada de preocupación.

—¿Sabes lo que estás haciendo? Ella es la viuda de Daniel Boyle, Rowan. No puedes simplemente ignorar eso.

No respondo. El nombre pesa entre nosotros como un fantasma. Miles se pasa una mano por el cabello, frustrado.

—Maldición, hermano, esto no puede ser casualidad. No después de todo lo que pasó con él.

Lo miro en silencio. No necesito recordarle que no quiero hablar del pasado. Ni de Daniel. Ni de nada que tenga que ver con ese hombre.

—Lo que haya pasado con Boyle no me concierne —digo al fin—. Él ya no está aquí.

Miles me observa con una mezcla de desconcierto y rabia.

—Y ella sí. Una mujer que, hace una semana, vivía prácticamente en la calle con su hijo. Una mujer que de pronto se casa contigo, el hombre más reservado de toda la familia Callahan. ¿De veras esperas que crea que lo hiciste por amor?

Su sarcasmo me irrita, pero no le doy el gusto de verlo.

—Créelo o no, Miles, mi corazón me lo dictó así.

Él suelta una carcajada corta, sin alegría.

—Tu corazón. Sí, claro.

Camina hasta la ventana, observando el jardín iluminado. La voz le baja de tono cuando vuelve a hablar.

—Solo espero que sepas en qué te estás metiendo. Porque si hay algo que aprendí de los Boyle… es que nunca nada con ellos termina bien.

Me quedo en silencio. El viento golpea los ventanales, trayendo consigo el eco de las risas de los invitados. Afuera, Evangelina sonríe. Dentro, mi hermano me lanza una advertencia que no sé si quiero escuchar. Tomo el sobre del escritorio y lo guardo en un cajón sin abrirlo, luego lo cierro con llave.




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