Alguna isla en el Caribe
Evangelina Marlowe
Lo único que se escucha es el sonido de los motores del avión. Miro por la ventana, aunque afuera no hay más que nubes y cielo azul. Mis pensamientos son un remolino imposible de calmar.
No puedo dejar de mirar los anillos en mi dedo. Siendo el dorado, simple y elegante, la prueba visible de lo que acabo de hacer. De lo que soy ahora. La esposa de Rowan Callahan. Todavía me parece un sueño, o más bien, una de esas realidades que una mente cansada inventa para consolarse.
Nunca pensé volver a casarme. Y, mucho menos, así.
La primera vez fue diferente. Hubo risas, amor, promesas que creí eternas. Daniel me miraba como si nada malo pudiera tocarme mientras él estuviera allí. Ahora… ahora es distinto. Esta boda no nació del amor, sino de la necesidad. Del miedo, de esa desesperación que solo una madre conoce.
Y, aun así, algo en mi pecho se aprieta cuando pienso en Rowan. En cómo me tomó de la mano durante la ceremonia. En cómo me miró, como si realmente creyera que merezco un nuevo comienzo. Y lo que dijo…
Paso los dedos sobre el anillo y siento una punzada extraña. Culpa, nostalgia y miedo. Todo junto. El miedo se instala sin avisar. ¿Y si la historia se repite? ¿Y si Rowan también muere?
Mi respiración se acelera. Intento inhalar, pero el aire no entra. El corazón me late tan fuerte que apenas puedo oír mis pensamientos. No puedo hacerlo otra vez. Me niego a enterrar a otro hombre. No puedo volver a ver cómo la vida se derrumba frente a mí.
El pánico sube hasta mi garganta, y antes de poder controlarlo, siento una mano sobre la mía.
—Evangelina —su voz es grave, baja, cercana.
Levanto la vista, y los ojos de Rowan me encuentran. En ellos hay preocupación, genuina y profunda. Me doy cuenta de que sus dedos envuelven los míos con firmeza, como si supiera con exactitud qué es lo que necesito.
Intento sonreír, pero la voz me sale temblorosa.
—No pasa nada. Solo… solo estoy un poco cansada.
Él me observa durante unos segundos más, como si no creyera una palabra. Luego asiente despacio.
—Está bien. Hablaremos luego —dice, y su tono no deja espacio a discusión.
Ezra duerme sobre su regazo, la cabeza apoyada en su pecho. Su respiración tranquila contrasta con el torbellino dentro de mí. Rowan acomoda con cuidado la manta sobre el niño, y vuelve a entrelazar sus dedos con los míos.
No dice nada más. No pregunta, no insiste. Simplemente, me sostiene la mano durante el resto del vuelo. Y de alguna manera, ese gesto silencioso me mantiene a flote. Cierro los ojos e intento concentrarme en el calor que emana de su piel, en la calma que transmite sin siquiera proponérselo. Pero por más que lo intento, el miedo sigue ahí, agazapado, susurrándome que la felicidad nunca es eterna.
No para mí.
Aun así, mientras el avión sigue su curso hacia nuestro destino, decido no soltar su mano. Porque, aunque no lo admita en voz alta, su toque es lo único que aleja los fantasmas… al menos por ahora.
***
El aire cálido del Caribe nos envuelve tan pronto bajamos del avión. Huele al mar, al sol y a la libertad, como si no hubiera maldad ni impurezas en este lugar. Ezra pega la cara contra la ventana del auto que nos lleva, fascinado con cada palmera, cada casa colorida, cada pedazo de cielo.
—¡Mamá, mira! ¡Hay gallinas en la calle! —exclama, riendo.
Su entusiasmo me arranca una sonrisa automática. No son gallinas, sino aves, pero no lo saco de su error. Después de todo lo que hemos pasado, verlo así… feliz, despreocupado, me alivia el alma.
Rowan, sentado a su lado, también sonríe. Esa sonrisa serena que casi nunca le había visto antes. Su brazo está recostado contra la ventanilla y parece relajado, más humano, más… cercano.
No digo nada. Prefiero observarlos.
El trayecto hasta la casa es corto. El auto se detiene frente a una entrada rodeada de flores tropicales. Al fondo, se levanta una casa amplia de tonos claros, con ventanales abiertos y una terraza que parece fundirse con el horizonte. Y más allá, el mar. Mi respiración se corta, es magnífico.
—Tiene playa privada —dice Rowan, con una leve sonrisa, notando mi asombro.
Ezra grita de emoción antes de que pueda decir algo, señalando el agua. Entramos a la casa y una mujer amable nos recibe. Habla con acento caribeño y una calidez que me hace sentir extrañamente bienvenida.
—Las habitaciones ya están listas —informa—. Incluyendo la alcoba de los recién casados.
Abro la boca, instintivamente. —Nosotros no…
Pero Rowan me interrumpe con una rapidez que me deja sin palabras.
—Perfecto, gracias por todo —dice con una sonrisa educada.
La mujer asiente, nos desea una feliz estancia y se retira. Tan pronto desaparece por el pasillo, lo miro incrédula.
—¿Por qué hiciste eso? —pregunto, cruzándome de brazos.
Él arquea una ceja; hay una notable diversión en su rostro. —¿Decir gracias?