El corazón que nos unió

Capítulo 10: Juntos

Alguna isla en el Caribe

Evangelina Marlowe

Ya hace rato que amaneció; sin embargo, estoy acostada en la cama mirando hacia el techo; mi mente lleva un rato despierta, reviviendo, una y otra vez, el beso de anoche.

Cierro los párpados con fuerza, intentando borrar la sensación, pero es inútil. Todavía puedo sentir el roce cálido de sus labios, el modo en que su respiración se mezcló con la mía, la calma que me invadió justo antes de que el miedo regresara a recordarme quién soy y lo que hice.

Besé a Rowan. A mi esposo, pero también… besé a otro hombre que no era Daniel. Y ahí está el dilema que me roba el sueño.

La culpa me constriñe el pecho con fuerza. Siento que he fallado, no solo a la memoria de Daniel, sino también a esa promesa silenciosa que me hice a mí misma de no volver a entregar mi corazón a nadie. Menos después de todo lo que pasó. No después de haber visto cómo el amor puede derrumbarse sin aviso alguno.

Me doy la vuelta en la cama y miro el techo. Ezra duerme a mi lado, con un brazo extendido y la boca entreabierta. Mi pequeño, mi razón de ser. Lo observo con ternura y, sin quererlo, sonrío. Su sola presencia tiene el poder de devolverme al presente, de recordarme que no puedo quedarme atrapada en lo que ya no existe.

Se mueve un poco, frunce el ceño y abre los ojos, adormilado.

—Mamá… —murmura con voz ronca—, tengo hambre.

Su declaración me saca una risa suave.

—Buenos días, amor. —Le acaricio el cabello despeinado—. Vamos a buscar algo rico para desayunar.

Ezra se sienta, frotándose los ojos, y yo me levanto, dejando que el aire fresco me despierte del todo. Intento no pensar más en Rowan, en el beso, en la manera en que su mano rozó mi mejilla como si tuviera miedo de romperme.

Solo quiero concentrarme en mi hijo, solo en él.

Pero cuando entramos en la cocina, ese propósito se vuelve imposible; dado que Rowan está allí, de pie frente a la estufa, con el cabello aún húmedo y la camisa arremangada hasta los codos. Se ve relajado, distinto. Hay una naturalidad en su postura que me sorprende; parece totalmente en su elemento, como si no estuviera en medio de una luna de miel pactada con una mujer que apenas conoce.

Ezra, al verlo, suelta un grito de alegría.

—¡Rowan! —corre hacia él y, cuando este lo alza, se le cuelga del cuello.

Rowan suelta una carcajada, cálida y profunda.

—Buenos días, luchador. Dormiste mucho, ¿eh?

Ezra asiente con energía. —¿Qué estás haciendo? Huele rico.

—Panqueques —responde él—. Y jugo de naranja. Pero solo si me ayudas, ¿trato hecho?

Ezra abre los ojos como platos y asiente con entusiasmo, estirando la mano para chocar los cinco.

Los observo desde la entrada. La escena parece sacada de una postal: el hombre alto y sereno enseñándole a mi hijo a batir la mezcla, el pequeño concentrado mientras la harina le cubre la nariz y parte de las mejillas.

Y yo… yo me derrito un poco. No esperaba esto. No esperaba sentir este calor en el pecho, esta ternura que amenaza con derretir mis defensas. Rowan se da cuenta de mi presencia y levanta la vista.

—Buenos días, Evangelina. —Su voz es tranquila, como si anoche no hubiera ocurrido nada.

—Buenos días —respondo, un poco torpe, pero aliviada de que no mencione el beso.

No hay tensión, ni miradas incómodas, ni ese aire denso que temía. Solo… normalidad. Y es un regalo que no sabía cuánto necesitaba.

—¿Quieres café? —pregunta él.

—Sí, gracias.

Camino hacia la mesa y me siento, observando cómo trabaja junto a Ezra. Rowan corta frutas, deja que el niño las acomode en un plato y le enseña a voltear los panqueques con una paciencia que me sorprende. Ezra ríe cada vez que falla, y Rowan ríe con él.

No hay impaciencia ni distancia. Solo calidez.

Cuando el desayuno está listo, los tres nos sentamos juntos. Ezra habla sin parar, contando cómo piensa construir un castillo de arena más grande que él. Rowan lo escucha con atención, respondiendo con una seriedad fingida que lo hace parecer aún más adorable.

Yo apenas pruebo bocado. Estoy demasiado ocupada observándolos.

Nunca imaginé ver a Ezra así, tan conectado con alguien que no sea yo. Ni a mí misma sonriendo de esta forma. Rowan tiene una habilidad extraña para hacer que todo parezca más fácil, más ligero. Y aunque me niego a admitirlo en voz alta, algo dentro de mí se mueve cada vez que lo miro.

Quizás no todo lo que empieza por necesidad termina sin amor. Quizás… No, me detengo ahí. No puedo permitirme seguir ese pensamiento.

Cuando Ezra se levanta para lavar sus manos, Rowan se queda mirándome un instante.
Su mirada es serena, sin exigencias. Solo calidez.

—Dormiste poco —dice, más como una observación que una pregunta.

—No pude dormir bien —respondo con sinceridad.

—Si necesitas descansar más tarde, puedo quedarme con Ezra.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.