El corazón que nos unió

Capítulo 11: Regreso a la realidad

Washington D. C.

Rowan Callahan

El avión avanza por los cielos. Evangelina duerme a mi lado con la cabeza un poco inclinada hacia la ventana. Ezra está entre los dos, profundamente dormido, con una pierna sobre mi regazo y su osito de peluche apretado contra el pecho.

No puedo evitar mirarlos.

Hay algo en esa imagen que me desarma. Los dos dormidos, tranquilos, ajenos al mundo.
Y yo aquí, sintiendo una mezcla de paz y melancolía que no sé cómo manejar.

Ha sido una semana maravillosa. Demasiado maravillosa, quizás. Y ahora, mientras el avión nos lleva de regreso a Washington, me invade una sensación amarga: la de que, al aterrizar, todo podría volver a ser como antes.

Temo que Evangelina vuelva a levantar sus muros. Que esa sonrisa suave que me regaló tantas veces estos días se apague apenas volvamos a la rutina. Que vuelva a tratarme con esa distancia cuidadosa que usa como escudo.

Durante nuestra «luna de miel», ella se relajó. Me permitió acercarme, confiar, compartir con ella momentos que aún me parecen un sueño. Verla reír sin reservas, verla correr detrás de Ezra por la playa, verla tomar mi mano sin miedo… fue como ver el sol salir después de una tormenta demasiado larga.

Y ahora que he probado eso, no quiero renunciar a ello.

Miro su rostro dormido. Su respiración es lenta y serena. Un mechón de cabello le cruza la frente, y tengo que contenerme para no apartarlo con los dedos. La deseo, no puedo negarlo. Deseo besarla otra vez, sentirla cerca, volver a escuchar su voz quebrarse entre risas.

Sin embargo, no puedo precipitarme. Evangelina no necesita promesas vacías ni gestos impulsivos. Necesita seguridad, constancia. Necesita saber que no voy a irme, que no voy a fallarle. Así que si quiero su corazón, primero debo ganarme su confianza. Y lo haré, poco a poco. Con paciencia.

Lo bueno es que tengo una ventaja. Miro a Ezra, que se mueve apenas, murmurando algo entre sueños. Ese niño… se metió bajo mi piel sin permiso. Durante el viaje, lo vi sonreír más que nunca. Lo vi confiar en mí, buscar mi mano, correr hacia mí sin miedo. Y sé, con una certeza que no deja espacio a dudas, que haría cualquier cosa por protegerlo.

Acaricio con suavidad su cabello, cuidando de no despertarlo.

—Tranquilo, pequeño —susurro—. Nada va a pasarte.

Esa es una promesa que pienso cumplir.

Porque mientras los observo a ambos —madre e hijo, la familia que no sabía que necesitaba—, siento que algo en mí encaja. Que hay una razón detrás de todo lo que me trajo hasta aquí.

Y no voy a dejar que el pasado los alcance. Ni a él, ni a ella. Ni a mí.

El avión sigue avanzando, y yo me quedo en silencio, con el corazón lleno de una decisión firme y silenciosa: voy a hacer que Evangelina confíe en mí. Voy a demostrarle que puede dejarse caer y que la sostendré. Voy a hacer que su mundo vuelva a sentirse seguro.

Y cuando eso ocurra… quizás, solo quizás, ella también me deje entrar.

***

Horas más tarde, estamos de nuevo en casa. Grace abre la puerta incluso antes de que toquemos, con esa sonrisa cálida que siempre me ha hecho sentir en casa. Ezra no lo duda ni un segundo: suelta mi mano y corre hacia ella con la energía que solo los niños poseen.

—¡Grace! —exclama, lanzándose a sus brazos—. ¡Te extrañé mucho!

La mujer lo atrapa en un abrazo lleno de ternura, como si temiera que el niño se desvaneciera si no lo sostiene lo suficientemente fuerte.

—Ay, mi cielo —le dice, besándole la frente—. Yo también te extrañé, ¡pero mírate! Estás bronceado, ¿eh?

Ezra ríe y empieza a hablar tan rápido que las palabras se atropellan unas con otras. Le cuenta sobre el mar, los castillos de arena, los helados, los peces de colores y, por supuesto, sobre lo que hizo con «Row», como me llama a veces.

—Row me compró un sombrero de capitán, y también una pelota. Y me enseñó a lanzar con una mano —dice, moviéndola en el aire como si demostrara su hazaña.

Grace lo escucha con atención, sin siquiera mirar hacia nosotros. Cuando Ezra menciona que tiene hambre, ella le toma la mano y lo conduce hacia la cocina.

—Vamos, pequeño aventurero. Te prepararé algo delicioso —le dice con dulzura.

La observo alejarse con él, y una calma extraña se instala en mi pecho. No me molesta que Grace se haya olvidado de preguntarnos si queremos comer. Al contrario, me reconforta saber que Ezra tiene en ella a alguien que lo adora sin condiciones. Que lo cuida, lo escucha y lo hace sentir seguro.

Casi como una abuela…

Me doy cuenta de que Evangelina sigue a mi lado, quieta, en silencio. Cuando giro para mirarla, evade mis ojos. No es difícil adivinar por qué. Doy un paso hacia ella. No quiero presionarla, pero tampoco quiero fingir que no noto su inquietud.

—Evangelina —digo con suavidad, intentando que mi voz no suene como una exigencia—, ¿estás bien?

Ella respira hondo, sin mirarme todavía. Su postura es rígida, como si luchara entre hablar o huir. Entonces, con cuidado, levanto una mano y la tomo del mentón, obligándola a mirarme. Sus ojos… ¡Oh, sus ojos! Ese azul claro que parece mezclar cielo y océano, como si en su mirada hubiera una calma que aún no se permite sentir.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.