Washington D. C.
Rowan Callahan
El sonido incesante del teléfono y el murmullo nervioso de mis empleados retumban en mis oídos desde que llegué. Llevo horas encerrado en la oficina tratando de dar con la raíz del error que colapsó el sistema operativo en la sede de Los Ángeles, pero cada intento de solución termina en un nuevo fallo.
No puedo negar que me frustra. No por el error en sí —los problemas técnicos son parte del riesgo en una empresa como la mía—, sino porque sé lo que implica: retrasos, pérdidas, cancelaciones y, sobre todo, desconfianza. La base de mi negocio está precisamente en lo contrario.
Mi empresa, Callahan Dynamics, se dedica al desarrollo de software de seguridad digital y control empresarial. Creamos programas que integran y protegen información sensible para compañías de alto nivel. El margen de error debe ser mínimo, prácticamente inexistente, porque cada minuto que un sistema deja de funcionar representa millones perdidos.
Y hoy… llevamos más de seis horas de caída parcial.
Presiono el puente de mi nariz y cierro los ojos. Necesito un descanso, pero sé que no puedo dejar las cosas así. La única manera de solucionarlo rápido es yendo personalmente a Los Ángeles. Ya he intentado dirigir la corrección desde aquí, pero el equipo técnico necesita liderazgo directo, alguien que dé las órdenes y las ejecute sin rodeos. Y ese alguien soy yo.
Tomo el teléfono y doy las instrucciones necesarias para preparar el avión. Mi piloto está acostumbrado a los vuelos imprevistos, así que sé que en cuestión de una hora estará todo listo.
Aun así, no soy capaz de irme sin pasar por casa.
Podría tomar el vuelo directo desde la empresa —mi asistente incluso me lo sugiere—, pero la idea de irme sin ver a Ezra me oprime el pecho. No luego de todo lo que he avanzado con él, con ellos.
Salgo del edificio con el portátil bajo el brazo y el cansancio marcándome los hombros. El trayecto hacia la casa es breve, pero en mi cabeza se repiten las mismas preguntas: ¿cómo estarán?, ¿Ezra habrá terminado ese rompecabezas que comenzamos?, ¿Evangelina seguirá tan pensativa?
Cuando llego, Grace me abre la puerta. Su sonrisa es amable, pero percibo la sorpresa en su rostro.
—Señor Callahan, no lo esperaba tan pronto —dice.
—Tengo que viajar a Los Ángeles —le explico—. Un problema en el sistema, nada que no se pueda resolver.
No alcanzo a decir más porque un torbellino rubio sale disparado desde el pasillo. Ezra me rodea las piernas y me mira con ojos grandes, llenos de preocupación.
—¿Te vas? —pregunta con un puchero.
Me agacho frente a él y sonrío, aunque me duela.
—Solo por unos días, campeón. Prometo que volveré antes de que te des cuenta.
—Pero dijiste que íbamos a cenar juntos todas las noches, y jugar luego —replica, cruzando los brazos.
Y ahí está el golpe bajo. Lo recordaba, pero había intentado convencerme de que él no lo haría.
—Lo haremos. —Le alboroto el cabello—. Podemos cenar juntos haciendo videollamada y jugar luego de que terminemos.
Ezra me mira como si intentara decidir si puede confiar en mí. Finalmente, extiende el meñique y me obliga a enlazar el mío con el suyo.
—¿Lo prometes? —pregunta con solemnidad.
—Lo prometo.
Cuando me levanto, veo a Evangelina al final del pasillo. No dice nada, solo me observa. Hay algo distinto en su mirada: no frialdad, sino distancia. Una barrera invisible que antes no estaba ahí. ¿Qué pasó?
Me acerco despacio. —¿Podemos hablar un momento?
Ella asiente y me conduce al salón. No se sienta. Se queda de pie, con los brazos cruzados.
—¿Qué ocurre? —cuestiono, intentando mantener la voz tranquila.
Evangelina duda unos segundos, hasta que murmura: —Quiero preguntarte algo.
—Hazlo —respondo sin vacilar.
—No ahora. —Suspira, apartando la mirada—. No quiero distraerte si vas a viajar.
—Evangelina… —Doy un paso más hacia ella—, si es importante, prefiero saberlo.
—Lo es —admite—, pero necesito pensarlo bien antes de hablar.
La observo en silencio. Hay algo en su tono que me inquieta. No es enojo, sino confusión. Tal vez duda, tal vez descubrió algo. Y, aunque la curiosidad me carcome, no quiero presionarla. Ya me lo hará saber cuando esté lista.
—Está bien —digo al fin—. Cuando vuelva, hablaremos.
Ella asiente, pero no me mira.
—Cuídate —susurra, y esas dos palabras suenan más frías de lo que quisiera.
Me acerco un poco más, con cuidado. Su respiración roza la mía.
—No te preocupes —le digo, bajando la voz—. Sea lo que sea, tiene una explicación.
Me gustaría besarla, pero no me atrevo. En su lugar, deposito un beso en su mejilla. Su piel está tibia y, por un instante, el mundo se reduce a ese roce. Al separarme, noto cómo sus pestañas tiemblan.