El corazón que nos unió

Capítulo 21: Desasosiego

Washington D. C.
Rowan Callahan

Han pasado cuatro días desde que Evangelina descubrió la verdad y cada uno de ellos se siente como un castigo que yo mismo fabriqué. Ella no me habla. No me mira. Y si lo hace, es solo para apartar la vista rápido, como si mi presencia la hiriera. No la culpo. No he intentado justificarme, no tengo derecho a exigir nada, pero aun así… me está carcomiendo. Me siento miserable, atrapado en esta casa que antes estaba llena de luz y que ahora parece demasiado grande, demasiado silenciosa, demasiado vacía.

En las noches, cuando por obligación coincidimos para acomodar a Ezra en la cama, siento los ojos del niño moverse entre nosotros, como si tratara de descifrar qué está pasando. No pregunta, pero su silencio dice más que sus palabras. Está inquieto, sensible, como si presintiera la tensión que nosotros intentamos no desbordar frente a él. Me duele verlo así. Me duele haber puesto en riesgo lo que habíamos construido, lo que yo… soñaba con tener.

Y Daphne… también se fue. Se marchó el día siguiente en que Evangelina descubrió la verdad, luego de la discusión con Miles. Yo intenté detenerla, ofrecerle quedarse un tiempo más, asegurarle que no tenía por qué apresurarse a ver a ese hombre. Pero ella me detuvo con una mirada cansada y me dijo que estaba bien, que era hora de enfrentar lo suyo, lo que fuera que eso implicara. No desmintió la boda secreta, tampoco la explicó. Solo se fue. La vi alejarse y entendí que, de una forma u otra, todos estamos pagando las consecuencias de decisiones tomadas por miedo.

Miedo. Eso es lo que me trajo aquí. Miedo a perder a Evangelina. Miedo a que, al revelarle que soy el hermano de Daniel, me viera con los mismos ojos con los que miró al hombre que tanto daño le hizo. Desasosiego a que pensara que todo lo que siento por ella es una mentira construida desde la sangre. Fui un cobarde. Lo admito cada vez que despierto, cada vez que cierro los ojos, cada vez que ella se aparta de mí aunque estemos en la misma habitación. Y ahora… ahora no sé cómo arreglarlo.

Después de acostar a Ezra esta noche, cierro la puerta de su habitación, sin querer hacer ruido. Respiro hondo porque mis nervios están al límite. Y justo cuando me giro para ir hacia mi estudio, allí está Evangelina. Apoyada contra la pared, como si también estuviera esperando el momento ideal para moverse sin cruzarse conmigo. Pero esta vez no puedo dejarla huir. No otra noche. No más silencio entre nosotros.

—Evangelina… —susurro.

Ella se pone rígida inmediatamente. Antes de que pueda dar un paso atrás, alzo la mano y la tomo de la suya. Siento sus dedos fríos y temblorosos. Me acerco, sin tocar nada más que su mano, como si ella fuera una mariposa asustada que podría romperse si me acerco más de la cuenta.

—Por favor, mírame —le pido, y aunque intento mantener mi voz firme, suena más como un ruego roto.

Ella sube la mirada con lentitud y mis pulmones se detienen. Sus ojos están llenos de lágrimas contenidas, pero también cargados de dolor. Dolor causado por mí. El tipo de dolor que no sé si tiene reparación.

—Evangelina —digo, sintiendo que mi garganta se cierra—. Por favor… perdóname. Me equivoqué. Fui un miedoso, un cobarde. Y lo sé. Solo… solo quiero que me escuches. Quería decírtelo. Iba a hacerlo, mas tuve miedo. Miedo de perderte, de que dejaras de verme como lo que soy para ti y empezaras a verme como lo que Daniel fue para ti. Y lo lamento. Lo lamento más que nada en mi vida.

Ella parpadea, y una lágrima cae silenciosa por su mejilla. Me duele verla así porque es mi culpa. Yo la hice llorar, no de felicidad, no de risa… sino de decepción.

Ella retira su mano con delicadeza, como si tocarme la quemara.

—Rowan… —Su voz se quiebra al pronunciar mi nombre—. No puedo. Todavía… no puedo perdonarte. No estoy lista.

Siento cómo el aire escapa de mis pulmones. No grito, no discuto, no suplico más. Solo asiento. Porque aunque duele, entiendo. Tiene derecho a necesitar tiempo. Tiene derecho a estar herida, a alejarse, aunque eso me esté destruyendo lentamente.

—Está bien —murmuro, incapaz de ocultar el temblor en mi voz.

Me separo de ella. Cada paso que doy lejos de Evangelina me duele como si me arrancaran algo del pecho. Pero no la fuerzo. No la sigo. No la toco.

Camino hacia la salida de la casa. Necesito aire y espacio. Necesito no gritarme a mí mismo por haber arruinado lo mejor que me ha pasado.

Conduzco sin pensar demasiado, dejando que el camino me lleve a donde siempre voy cuando necesito claridad. La cabaña. La vieja cabaña de mis padres, la que nunca vendimos, aunque yo soy el que más la usó cuando era joven, la que dejé intacta aunque jamás pensé que volvería a pisarla.

El bosque está oscuro, silencioso, como si cargara con mis pensamientos. Al estacionar, veo una luz dentro de la cabaña. Frunzo el ceño, tenso al instante. No debería haber nadie aquí. Salgo del coche con cautela, las manos en los bolsillos, el corazón acelerado por la sorpresa y preocupación. Empujo la puerta con cuidado.

Y allí, sentado frente a la chimenea encendida, con una botella medio vacía en la mano y la mirada perdida, está Miles. Mi hermano. Al último que esperaba encontrar.

—¿Qué rayos haces aquí? —pregunto, y mi voz no suena hostil, sino cansada. Tan cansada.




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