El corazón que nos unió

Capítulo 23: Reconciliación

Washington D. C.

Rowan Callahan

El resto de la mañana es un completo desastre. Miro documentos sin realmente verlos, respondo correos con la concentración justa para no cometer errores graves, y trato de aparentar ante mis colaboradores que estoy bien… cuando por dentro soy un caos. No puedo dejar de pensar en Evangelina, en sus palabras, en la forma en que me miró cuando dijo que me amaba aun cuando estaba herida. Esa frase, pronunciada con tanta honestidad, me derritió por dentro. Y aunque también dijo que la confianza se había resquebrajado, el hecho de que estuviera dispuesta a reconstruirla me llena de un alivio tan profundo que me deja sin aire.

Ella decidió darme otra oportunidad. Y aunque no dijo que fuera la última, así lo sentí. Y ese detalle me golpeó con fuerza, porque entiendo lo que significa: una frontera que no debo volver a cruzar. Pero no lo haré. Ni en mil vidas repetiría el error de poner en riesgo lo que tengo con ella y con Ezra. Lo supe desde el primer día: Evangelina sería mi punto débil, esa parte de mí que solo otra persona puede desarmar. Y lo curioso es que nunca me dio miedo sentirlo. Nunca hubo alarma, ni advertencia, ni ese instinto de retroceder que a veces aparece cuando alguien se acerca demasiado. No. Lo que sentí por ella al comienzo fue tan claro, tan luminoso, que solo pude aceptarlo.

La amé casi desde el principio. Primero con cautela, luego con un cariño creciente, y ahora con una devoción que me consume. Si ella jamás hubiera querido algo más conmigo, si hubiera preferido mantenerme como un simple conocido en su vida, yo habría aceptado. La habría cuidado desde la distancia. La habría apoyado como amigo. Habría sido feliz con solo verla sonreír, incluso si esa sonrisa no era para mí.

Pero ella me eligió. Me aceptó. Y eso… eso es algo que todavía no termino de creer del todo.

Apoyo la frente en mi mano y suelto un respiro largo, intentando recomponerme antes de mi siguiente reunión. No puedo permitirme que los demás noten la montaña rusa emocional en la que estoy montado, pero rayos, es difícil. Tengo la cabeza llena de imágenes de ella: la forma en que aprieta mis dedos cuando está nerviosa, cómo me mira cuando se da cuenta de que la estoy observando, o la expresión que tuvo hoy cuando habló con tanta firmeza sobre lo que sentía. Esa mezcla de dolor y amor que casi me quiebra.

Sé que falta camino por recorrer, que solo fue el primer paso, pero qué bendición es tenerlo.

El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa me saca de mis pensamientos. Miro la pantalla con desgano, esperando otro correo o un mensaje relacionado con la empresa, pero el nombre que aparece me deja quieto.

Miles. Dudo medio segundo antes de abrir el mensaje.

Miles: No puedo más. Necesito hablar contigo. Mañana. Dime dónde.

Me enderezo en la silla, la incomodidad recorriéndome la espalda. El tono es seco, pero no agresivo. Tecleo rápido, sin pensarlo demasiado.

Yo: En la cabaña. A las diez.

Cierro el chat y dejo el teléfono a un lado. Me paso la mano por la nuca. No sé si esta necesidad repentina de hablar es buena señal o si anuncia otro problema que no tengo fuerzas para enfrentar en este momento. Quiero creer que Miles recapacitó, que tal vez quiere disculparse otra vez, o quizá hablar de Daphne, o simplemente soltar aquello que lo carcome por dentro.

Espero, por el bien de todos, que traiga buenas noticias. Él necesita arreglar su vida, necesita ayuda, y aunque me cueste admitirlo después de todo lo que pasó, quiero que la tenga. Quiero que encuentre alguna estabilidad antes de destruirse del todo.

Pero más que eso… quiero que Evangelina pueda ver que estoy intentando hacer lo correcto. Con ella, con Ezra, con mi familia. No quiero que vuelva a sentir que formo parte de un pasado que la hirió. Ojalá, las cosas salgan bien.

***

Cuando llegan las cuatro de la tarde, no resisto más. Me levanto de la silla y camino hasta la puerta con determinación. Mi secretaria levanta la vista, confundida, mientras recojo mis cosas.

—¿Se va, señor Callahan? —pregunta, mirando la hora como si su reloj estuviera roto.

—Sí —respondo, sin detenerme—. Reprograme lo que falta para mañana temprano. Y lo que no sea urgente, páselo a los siguientes días.

Se queda completamente quieta.

—¿Y… y si llega algo nuevo urgente?

—Dígales que estaré disponible por teléfono, pero probablemente seguiré saliendo temprano. Puede que incluso me vaya de viaje.

Eso sí la deja perpleja. Yo raramente dejo la oficina antes de las seis. Pero solo le dedico una sonrisa breve, porque lo que quiero es llegar a casa lo antes posible.

La idea del viaje se empieza a formar sola. Quiero llevarlos lejos para que estemos juntos sin interrupciones, sin trabajo, sin culpas. Quiero que respiremos aire fresco.

En el camino de regreso, el auto disminuye la velocidad cerca de una floristería y, sin pensarlo, le pido al señor Bennett, mi chofer:

—Detente aquí.

Él estaciona y yo entro, guiado por una sensación cálida en el pecho. Las flores no son algo que consideraría comprar… hasta ahora. Hasta que verla llorar por mí me hizo entender cuán delicado y precioso es lo que tengo. Lo que nos estamos dando otra vez. Elijo un ramo lleno de color: amarillo, rosa claro, blanco, pequeñas flores naranjas. Es vibrante, luminoso, como ella. Como lo que me hace sentir.




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