Washington D. C.
Rowan Callahan
Despierto con el cuello hecho trizas. Literalmente, siento como si alguien hubiera puesto una piedra bajo mi nuca durante la noche… y casi que así fue, si cuento las almohadas torcidas y el acolchado arrugado bajo mí.
Tardo un segundo en recordar dónde estoy. En la sala; mejor dicho, en el piso de la sala. En una cama improvisada de cobijas, almohadas y un colchón delgado que sacamos anoche.
Ezra fue el culpable —y a la vez, el héroe— de todo esto. Cuando pidió una pijamada familiar, Evangelina y yo no pudimos decir que no. Creo que ni siquiera lo intentamos. La risa que soltó cuando aceptamos fue suficiente para declararla una noche especial. Vimos películas animadas hasta que todos estuvimos medio dormidos, comimos dulces que lo más seguro es que me vayan a pasar factura más tarde, y terminamos enredados los tres en una montaña de telas.
Ezra está acostado boca abajo sobre mi pecho, con una piernita atravesándome el estómago. Y aunque no siento un solo músculo cómodo, no me muevo. No podría. No cuando lo tengo así de cerca, no cuando oigo su respiración suave. Menos cuando Evangelina está justo frente a mí, dormida, con el cabello desparramado en la almohada.
Es la primera vez que dormimos juntos. No pienso arruinarlo moviéndome. La observo con atención: tiene la boca entreabierta, una mano bajo el rostro, la expresión relajada. Me invade una sensación enorme, cálida, tan fuerte que casi me deja sin aire.
Pertenecemos aquí. Los tres, juntos.
Evangelina mueve los dedos primero, después pestañea y al final abre los ojos. Cuando me ve, sonríe con suavidad, como si despertarse y encontrarme mirándola fuera lo más natural del mundo.
—Buenos días —susurra.
—Buenos días —respondo igual de bajo.
No quiero despertar a Ezra. Ni quiero romper este momento.
—¿Dormiste bien? —pregunta, con una voz todavía adormilada.
—Te diría que sí, pero tu hijo está usando mi pecho como almohada y creo que dejé de sentir mi brazo hace un rato —susurro, aunque en realidad lo digo con orgullo.
Ella se cubre la boca para no reír fuerte.
—Él quería que no nos moviéramos —dice—. Se veía feliz anoche.
—Yo también —admito sin pensarlo. Después agrego—: Por cierto, deberíamos hacer esto más seguido.
—¿Pijamadas en la sala? —pregunta ella, divertida.
—Dormir juntos.
Evangelina aparta un mechón de su rostro.
—Eso te iba a preguntar… —dice, bajando aún más la voz—. ¿Por qué no me has pedido que me mude contigo? A tu habitación.
Por un segundo me quedo en blanco. No por la pregunta, sino por la mezcla de felicidad y sorpresa que siento.
—Porque esperaba que tú estuvieras lista —respondo—. No quería presionarte. Quería darte espacio, que fuera tu decisión.
Ella asiente despacio. Luego dice, muy tranquila: —Estoy lista.
Y eso… eso es suficiente para que mi corazón dé un vuelco tan fuerte que seguro Ezra lo sintió desde donde está acostado.
—¿En serio? —pregunto con un tono que suena más emocionado de lo que debería.
—En serio —afirma ella, sonriendo chiquito.
No puedo evitarlo. Mi voz sale tan rápida que casi me tropiezo entre palabras.
—Entonces múdate hoy mismo. Pídele ayuda a Grace o a quien quieras. Mueve lo que necesites, cambia lo que quieras. La habitación es de los dos, Evangelina. De los tres, porque seguro que Ezra se cuela una que otra vez. Hazla tuya. Haz lo que quieras con el clóset, con las mesitas, con las paredes, con todo, no me importa, solo… —Me detengo, quedándome sin aire—. Solo quiero que estés ahí.
Ella sonríe de una forma que me derrite por completo.
—Está bien —responde—. Lo haré.
Me inclino un poco hacia delante y le rozo la mano. En ese instante, una vocecita somnolienta interrumpe:
—¿Ro…? —Ezra levanta la cabeza apenas, parpadeando—. ¿Ya amaneció?
Evangelina y yo lo miramos al mismo tiempo.
—Sí, campeón —le digo acariciándole el cabello—. Amaneció.
—¿Podemos desayunar panqueques? —pregunta medio dormido todavía.
—Podemos —responde Evangelina, dejando escapar una risa suave.
La mañana avanza entre risas, torpeza y estiramientos dolorosos. Al final, cuando ya estamos vestidos y Ezra juega con un rompecabezas en la sala, llega la parte del día que menos quiero enfrentar.
El trabajo.
Suspiro mientras ajusto el reloj en mi muñeca. Evangelina se acerca y me pasa la mano por el hombro.
—¿Ya te vas? —pregunta.
—Ojalá pudiera quedarme —respondo, siendo completamente honesto—. Pero sí, tengo que ir.
Me arrodillo para abrazar a Ezra. —Vuelvo en la noche, ¿sí?
—¡Sí! —dice él, y me da un beso ruidoso en la mejilla.