El corazón que nos unió

Capítulo 26: La propuesta

Washington D. C.

Rowan Callahan

Salir con Ezra siempre ha sido una experiencia que me llena de energía, pero hoy… hoy es diferente. Hoy estoy más nervioso que en cualquier reunión de trabajo, que en cualquier negociación millonaria o que en cualquier problema familiar. Puesto que estoy llevando a mi hijo a comprar un anillo para su madre. Y aunque Evangelina ya es mi esposa, aunque legalmente somos una familia desde hace tiempo, esta vez quiero que me diga «sí» porque me ama y así lo desea. Porque este matrimonio será el primero en el que ambos entremos desde el mismo lugar emocional: libres, enamorados y dispuestos.

Ezra camina a mi lado con una mochila pequeña en forma de dinosaurio, ajeno al temblor que llevo en el pecho. Él solo sabe que vamos a hacer algo «muy, muy secreto». Cuando llegamos a la joyería del mercado artesanal, una de esas con vitrinas de madera pulida y luces cálidas, me toma la mano con fuerza. Sus ojos se agrandan tanto que casi puedo verme reflejado en ellos.

—Papá… —susurra, llevándose ambas manos a la boca—. ¿Vamos a comprar un anillo para mamá?

Sonrío, claro que adivinó. Es demasiado listo.

—Sí —respondo, haciéndome el misterioso, aunque por dentro soy un manojo de nervios—. Pero es una sorpresa. No podemos decirle nada todavía.

Ezra frunce el ceño, confundido.

—Pero… ustedes ya se casaron —dice como si me estuviera recordando algo evidente—. Estuve ahí y todo.

Me inclino para quedar a su nivel.

—Lo sé, campeón. Pero quiero casarme con mamá otra vez… esta vez de otra forma. Quiero pedirle que se case conmigo por amor, no por necesidad ni por circunstancias difíciles.

Ezra me mira como si acabara de escuchar la mejor idea del mundo. Sus hombros se elevan y su sonrisa se ensancha tanto que me dan ganas de abrazarlo.

—¡Sí! —exclama, girando sobre sí mismo—. ¡Que sea una boda de verdad! ¡Una donde yo llevo los anillos y tiro flores y todo!

Me río.

—Bueno… eso tenemos que planearlo. Pero necesitamos el anillo primero.

—¿Y si se casan aquí? —pregunta de repente—. En la playa, como en las películas.

Lo pienso un segundo. No es mala idea. De hecho, suena perfecto.

—Eso depende de mamá —le digo, revolviendo su cabello—. Pero creo que le gustaría.

Entramos en la joyería y Ezra se pega al cristal de la vitrina como si estuviera viendo tesoros escondidos. La dependienta nos saluda con una sonrisa cordial y nos pregunta en qué puede ayudarnos. Yo intento sonar tranquilo mientras le explico que busco un anillo para mi esposa. Que quiero algo especial, algo que no sea exagerado, pero sí significativo.

Ezra interrumpe:

—Tiene que brillar mucho —dice muy serio—. Porque mamá se ve linda cuando brilla.

La dependienta ríe y yo siento el pecho derretirse. Nos muestra varias opciones y Ezra descarta la mitad con argumentos bastante… curiosos.

—No, ese no. Ese tiene cara de que pica. —Comenta—. Ese no parece de mamá, parece de la profesora de mi clase. —Luego descarta otro—. Ese está feo. Perdón —dice hacia la dependienta, aunque sin dejar de negar con la cabeza.

Termino inclinándome hacia él.

—Ezra, ¿cómo sabes cuál es el correcto? —pregunto divertido.

Él me mira como si la pregunta fuera obvia.

—Porque mamá es bonita —dice, encogiéndose de hombros—. Y quiere uno que se vea como ella. Bonito.

Entonces lo ve. Un anillo sencillo, delicado, con un diamante central pequeño rodeado de un aro fino de oro blanco. Nada ostentoso ni demasiado llamativo. Justo… perfecto. Lo toma con cuidado, como si fuera frágil.

—Este —dice con voz bajita—. Este es de mamá.

Y lo es. Apenas lo veo, lo sé también. Evangelina no necesita el diamante más grande del lugar; necesita algo que represente lo que somos ahora: sencillos, honestos, fuertes, unidos. Miro a la dependienta y asiento.

—Nos lo llevamos.

Mientras pago, Ezra no deja de sonreír. Lo guardamos en una caja pequeña que luego él se lleva en sus manos como si fuera un huevo de dragón a punto de eclosionar. Salimos del local y nos perdemos por el mercado, comprando detalles para la cena de esta noche: flores locales, velas aromáticas, un mantel color arena con pequeños bordados que Ezra escogió porque «tiene estrellitas como las del cielo». Vamos riéndonos, probando dulces, escuchando a músicos callejeros. Es un día perfecto.

Y aun así, detrás de mi sonrisa, late un miedo que no puedo ignorar. No al rechazo —sé que Evangelina me ama—, sino a no estar a la altura de lo que ella merece. A fallarle otra vez. A no ser suficiente. Ezra, como si pudiera leer mis pensamientos, toma mi mano y aprieta.

—Papá —dice en voz bajita—. Mamá te va a decir que sí. Te quiere mucho.

Lo miro, sorprendido por la certeza en su voz. —¿Cómo lo sabes?

Él sonríe, con esa sonrisa que heredó de ella, limpia y luminosa.

—Porque cuando te mira… —sube los hombros—. Se le ponen los ojos como cuando ve pan fresco.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.