Washington D. C.
Evangelina Callahan
Me miro en el espejo de la habitación y casi no me reconozco. No por el vestido blanco, largo y suave como una caricia; no por las flores pequeñas entrelazadas en mi cabello; ni siquiera por el brillo que tengo en los ojos. Es… otra cosa. Una ligereza en el pecho, un temblor dulce en las manos. La sensación de que estoy justo donde debo estar.
—Estás hermosa —dice Daphne desde la puerta, con una sonrisa.
—¿Sí? —pregunto, conteniendo la respiración.
—Deslumbrante —responde, y me toma las manos—. Rowan va a perder el aliento.
Suelto una risa baja porque sé que es verdad. Desde que llegamos a la isla, hace un par de días, él ha estado mirándome como si aún no creyera que lo elegí. Que lo sigo eligiendo. Que volvería a elegirlo incluso en los días difíciles.
Han pasado tres meses desde que él me pidió que nos casáramos de nuevo, esta vez por amor y no por obligación. Tres meses de preparación, caos, listas interminables, risas, crisis por colores de flores, pruebas de menú en las que Ezra siempre votaba por el postre más grande, llamadas entre Miles y Rowan que inevitablemente terminaban en discusiones pequeñas, pero útiles. Tres meses en los que Daphne se convirtió en mi cómplice, en mi cable a tierra, en la hermana que nunca tuve.
Y ahora, al fin, estamos aquí.
—Es hora —dice Daphne.
Respiro hondo. Una, dos, tres veces. Y salgo con ella.
El camino hacia la playa está iluminado con pequeñas luces que cuelgan entre palmeras, moviéndose al ritmo del viento. El cielo está teñido de un rosa que parece pintado a mano, y la arena, tibia, se hunde bajo mis pies mientras avanzamos. El mar nos acompaña con un rumor tranquilo. Al fondo, sobre una alfombra sencilla, está el atril donde el ministro aguarda. Y frente a él… Rowan.
Mi corazón da un vuelco.
Él me mira como si fuera la primera vez que me ve. Como si no hubiéramos compartido meses de vida, noches de confidencias, madrugadas de risas, tardes de miedo, días de esperanza. Como si en ese instante se confirmara que todo ha valido la pena.
A su lado está Miles, serio pero elegante, con esa manera de mantenerse rígido incluso cuando quiere relajarse. Y junto a él, Ezra… precioso, vestido con una camiserita blanca y un moño un poco chueco que insiste en acomodarse cada vez que se da cuenta. Cuando me ve, sonríe tan grande que siento que algo dentro de mí se derrite.
Rowan me tiende la mano y, cuando la tomo, su pulgar roza el dorso de mis dedos con una ternura que me enciende la piel. La ceremonia es perfecta en su simpleza. Nada ostentoso, nada innecesario. Solo palabras que pesan, miradas que dicen todo, promesas que esta vez hacemos con conocimiento, con corazón, con la certeza del amor.
—Los anillos —dice el ministro.
Ezra da un paso adelante. Sus manos tiemblan un poquito, pero tiene una expresión orgullosa que quisiera guardar por siempre.
—Aquí están —dice con voz firme, aunque un poco nasal—. Para mami y para Ro.
Rowan se inclina y besa su cabeza. Yo hago lo mismo cuando recibe mi anillo. El niño sonríe como si acabara de salvar el mundo. Entrego mi mano y Rowan desliza el anillo en mi dedo con una suavidad que me hace contener el aliento.
—Evangelina —murmura, mirándome como si no existiera nada más—. Prometo…
—Sí —digo antes de que termine. No puedo esperar y no tiene que prometerme nada más, puesto que ya lo ha hecho y sé que cumplirá, que siempre nos amará y cuidará.
Él ríe bajito. Miles sonríe por primera vez en todo el día. Daphne se lleva una mano al pecho y sus ojos brillan. Y Ezra aplaude con un entusiasmo que contagia a todos. Cuando el ministro anuncia que somos marido y mujer, Rowan me toma por la cintura y me da un beso casto, corto, dulce. Y cuando se aparta, yo ya no puedo contenerlo más.
—Rowan —susurro, temblando de emoción—. Estoy embarazada.
El mundo se detiene un segundo. Luego, él abre los ojos tanto que casi me río.
—¿Qué? ¿De verdad? —pregunta con un hilo de voz, como si temiera romper la magia.
Asiento. Y él me abraza con una fuerza que me deja sin aire, pero que no quiero soltar nunca. Ezra pregunta qué pasa y, cuando se lo decimos, grita tan fuerte que hasta las gaviotas despegan sobresaltadas. Miles sonríe hacia abajo, como si no quisiera admitir que la noticia lo conmueve. Daphne me abraza por detrás y me susurra que soy increíble, que me lo merezco todo.
Me separo un poco para mirar a mi familia. A Rowan, con sus ojos brillando de emoción. A Ezra, abrazándonos a los dos. También a Miles y Daphne, que nos observan como si fueran parte vital de este momento, porque lo son. Y entonces lo sé con certeza. Todo está bien.
Ha valido la pena. El dolor, las dudas, las caídas, los silencios. Cada camino roto me trajo hasta este punto: hasta Rowan, Ezra, este bebé que crece dentro de mí, estas personas que la vida me regaló cuando no lo esperaba. No cambiaría nada, ni un solo segundo.
Soy dichosa. Y eso… lo es todo.
P.D: Ya está disponible la historia de Daphne y Miles. Se llama El corazón que nos separó. Ve a leer.