El desastre de Thea

8. Oferta

Se acomodó en el sillón, buscando sacar el celular de su bolsillo trasero. Miró a todos lados antes de aceptar la llamada de su hijo, pero se puso de pie para alejarse un poco de la mesa de recepción, larga y elegante, para poder hablar con mayor privacidad cerca de ese impresionante ventanal que ese piso poseía.

—Papá.

—Aquí estoy, hijo, aquí estoy —señaló Aurelio, acomodándose en ese largo y peculiar sillón de líneas rectas, pero mirando hacia el frente—. Aquí seguimos.

—Oh, entonces te llamo después...

—No, no, estoy afuera —suspiró pesadamente—. Estoy esperando por tu hermana. Ella está reunida con ese señor.

—¡¿Qué?! Papá, ese no era el plan. No puedes dejar sola a Dorothea con un hombre así, ¿por qué te saliste?

—Él me lo pidió, hijo. Créeme, llegué firme y con la intención clara de hacerme, bueno, de hacernos cargo de la situación de tu hermana, y él fue muy amable, muy correcto y respetuoso también, debo reconocerlo —explicó Aurelio—. Nos dejó saber que la camioneta se encontraba en el taller y es posible que tengan que desarmarla prácticamente para aspirar todo, y que la pintura en aerosol que usó tu hermana ha hecho que tengan que pintarla de nuevo.

—Ay, por Dios, qué locura. ¿Y cuánto costará todo eso?

—Dio números aproximados, Édison... como cien mil dólares.

—¡¿Qué?! —el hombre del otro lado pareció perder el habla—. Oh, por Dios, papá, ¿y de dónde sacaremos esa cantidad? ¿Por qué te saliste?

—Ya te dije que él me lo pidió —intentó ser suave con su hijo, explicarle la situación lo mejor que pudo, mientras miraba de reojo la puerta de la oficina del dueño de aquel imperio, donde ahora estaba reunido con su hija—. Quería unos minutos con ella. Como te dije, ha sido amable; me mandó a tomarme un café y un pancito, muy rico, además. También vi que le llevaron algo a tu hermana. No creo que sea tan cruel como dicen. Quizás ella lo ablande con su personalidad, ya sabes cómo es Dorothea, ya se había soltado de lengua la pobre. Histérica cuando escuchó esa enorme cantidad.

Édison soltó un suspiro, apretándose el puente de la nariz antes de responder.

—Thea no tiene un hueso de maldad en su cuerpo, y es demasiado buena y blanda. No digo que ese hombre sea un ogro o que la meterá en prisión por lo que hizo; si fuera así, ya lo habría hecho desde ayer. Pero creo que la mejor manera de arreglarlo es tratar la situación con la misma seriedad con la que estoy seguro él la está viendo —le indicó a su padre—. No tenemos de dónde sacar cien mil dólares, y aunque amo a mi hermana, sé bien que a veces hace o dice cosas que no son para todo el mundo. Puede que este señor, además de verla como una vándala que destruyó su camioneta, termine pensando que está loca.

Ante la idea, Aurelio se puso de pie, caminando de nuevo hacia el lugar donde había estado esperando a su hija desde que lo sacaron de la oficina hacía ya unos quince minutos.

—Voy a consultar cómo va todo, y te llamaré al salir, ¿sí? No te alteres, el señor nos ha tratado bien, y creo que tu hermana le agrada, o al menos eso noté con la forma en que nos recibió. Incluso la complació con lo de su café.

Poco imaginaban el preocupado hermano y el padre que, en su oficina, Darcy se había soltado más de una vez en sonoras carcajadas mientras la curvilínea Dorothea, suelta de lengua, le contaba cada detalle de su vida amorosa: cómo conoció a Forrest, cuándo empezaron a ser novios, y entre una pellizcada y otra de pan, hasta se le escapó un poco de la noche en la que entregó su "florecita", como ella misma lo describió.

A veces hacía puños y gestos de enojo, al parecer cayendo en la realidad de que su exnovio siempre había sido mentiroso, pero también manipulador. Claro que jamás pensó que podría serle infiel, pero esa tertulia, que mantenía al apuesto empresario pendiente de ella, de su voz y de los muchos gestos de su rostro, parecía no solo liberar lo que la situación le había causado, sino también sus propias penas sobre la idea de que quizás no estaba lista para volver a creer en el amor después de lo vivido.

Mirándolo a los ojos, Dorothea llevó la taza de café con leche, endulzado como lo imaginaba, a su boca, dándole un gran trago y, con él, comió la última punta del croissant, sonriéndole a ese Darcy, quien solo se acomodó en el respaldo de su silla, mirándola fijamente.

—¿En serio cuesta como cien mil dólares el daño que le hice a su camioneta? —consultó ella.

—Aproximadamente —respondió él. La joven suspiró, arrugando el ceño.

—No tenemos ese dinero. Mi familia sobrevive con el salario de mi padre; él es responsable de un Walmart que está como a seis kilómetros de aquí —él asintió—. Mi hermano trabaja en un banco, es cajero, pero tiene un hijo pequeño, Saint, mi sobrino, que tiene ocho años.

—¿Qué edad tiene tu hermano?

—Veinticinco, casi veintiséis, pero yo le digo que tiene como sesenta; a veces actúa como un viejito, incluso más viejo que mi papá —Darcy sonrió con debilidad.

—Bastante joven para ser padre.

—Sí, sí. Fue un padre casi adolescente. Su novia de secundaria quedó embarazada. Mi familia claramente lo apoyó, y pensamos que la de ella también lo haría, por eso continuaron con el embarazo. Pero luego, cuando ella dio a luz y se fueron a nuestra casa, no pudo más y se fue —la joven se encogió de hombros—. Los dejó, se fue con su familia completa. Creo que están en España.




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