El desastre de Thea

12. Bacon

Cuando se asomó por la puerta, la encontró profundamente dormida, envuelta en sus mantas como un churro, y sintió un poco de pena por despertarla. El día anterior, al llegar, la había encontrado en la misma situación, y aunque había llegado antes que ellos, su madre, que ya estaba en casa, la describió como agotada. Al parecer, la curvilínea finalmente había encontrado un trabajo que le hacía sentir lo que realmente implicaba trabajar.

Con cuidado, aunque el deseo de hacer sonar un megáfono era grande, se acercó a ella y le rozó suavemente el cabello, luego la frente. Frunció el ceño al encontrar algunas partículas de brillantina que limpió rápidamente. Edison negó con la cabeza, pero fue más firme en su siguiente intento, moviendo a su hermana de los hombros para que despertara.

—Thea, vamos, debes ir a trabajar.

—No, no quiero ir —dijo con voz pastosa, aún medio dormida.

—Thea, debes despertarte. Si te quedas, llegarás tarde. Vamos, ahora, arriba, arriba, arriba.

—¡No, hace frío y ya entregué mi proyecto!

Edison, confundido, se quedó al borde de la cama, pero fue más insistente y la movió nuevamente por el hombro.

—¡Thea!

—¿Qué? —exclamó agitada, sentándose en la cama y entrecerrando los ojos, intentando ubicarse. Se lamió los labios y, poco a poco, comenzó a deshacerse de las muchas mantas que solía usar, estirándose completamente mientras bostezaba ampliamente—. ¿Qué sucede? ¿Qué haces aquí? ¿Ya está la cena?

La risa de su hermano fue inmediata, negando con la cabeza mientras se dirigía a las cortinas. Al abrirlas, la luz hizo que Thea frunciera el ceño y se cubriera con las mantas, aún resistiéndose a salir de ese sueño profundo. Se acomodó de lado, abrazando su peluche, por lo que Edison recogió un cojín que se había caído y se lo lanzó a la pierna.

—¡Edison! —se defendió, sentándose en la cama.

—Despierta, niña dormilona, tienes que ir a tu segundo día de trabajo —ella arrugó el rostro y le lanzó uno de sus peluches—. Un solo día de trabajo y ya estás cansada como una viejita a punto de retirarse. Si supieras lo que te espera, hermanita.

—No, qué lindas palabras de aliento, excelente discurso de motivación —se burló irónica, aplaudiendo lentamente—. Sal de mi habitación, idiota, y dile a mamá que quiero bacon.

—No hay bacon.

Se sintió derrotada de inmediato, lo que provocó que Edison se riera más.

—Pero hay salchichas parrilleras, las traje ayer.

—Eso comí con los Jenkins, pero dile que quiero mis huevitos revueltos o waffles. Si hace waffles, la amaré mucho más.

—¿Cómo que comiste con los Jenkins? —se recostó fresco en el marco de la puerta abierta—. Ya habías desayunado aquí. No hagas doble comida porque luego subirás de peso y después te quejarás cuando no te entren los pantalones ni las blusas, además de que te pones a llorar en los vestidores.

—¡Eso solo fue una vez! —se defendió—. Y fue porque me quedé atorada en ese estúpido vestido de Zara. ¡Además, no es mi culpa que pongan extra grande cuando en realidad es extra chico! —respondió, sacándole la lengua, mientras comenzaba a bajar de la cama—. Y no hice doble desayuno... bueno, sí, pero ellos me invitaron y estaba delicioso —bostezó mientras se estiraba—. Creo que la que cocina estudió para ser chef o algo así, porque el almuerzo también estuvo divino.

—Bueno, ayer cuando vine no me pudiste contar nada porque estabas dormida y apenas reaccionaste para comer, pero alístate rápido para que me cuentes de tu primer día y de la familia.

—Ya voy, ya voy.

Edison, como era su costumbre, le hundió el dedo ensalivado en la oreja, encendió las luces y dejó la puerta abierta. Thea refunfuñó y dio unas patadas al piso mientras se limpiaba la saliva de la oreja y arreglaba su cama. Esa tradición, aunque odiada por ella, era parte del trato con su hermano. Por lo menos, desde que se había convertido en un padre responsable y cajero de banco, ya no aromatizaba su habitación con sus gases o eructos, que antes eran parte de su nada agradable despedida.

Se sentía agotada, y es que los niños Jenkins tenían mucho que hacer. Antes del mediodía, ya había conocido las famosas tabletas instaladas en una enorme habitación del primer piso que funcionaba como biblioteca y espacio de tareas. Desde allí, se conectaba a un salón de juegos que, según Thea, se veía triste y apagado.

Millie, una de las niñas, le lanzaba miradas retorcidas, que Thea no tomó de manera personal, pero que notó. A pesar de todo, Millie cumplía con sus deberes, y en un rato libre, Thea revisó la tableta de Charlotte, con quien había congeniado más ese primer día. La pequeña Aurora, cada vez que la veía, gritaba de emoción y buscaba sus brazos.

Los niños debían hacer su cama, abrir las cortinas para que el sol entrara a la habitación por al menos un par de horas, poner la ropa sucia en su lugar y preparar su ropa antes de bañarse, lo que debía ocurrir, para todos, a más tardar a las ocho de la mañana. A Thea le parecía un sacrilegio, pero imaginaba que con agua tibia sería soportable. Cada uno tenía responsabilidades en la casa, aunque el personal de servicio también ayudaba a mantener el lugar impecable.

Thea se vio en una mansión enorme, con un amplio patio, áreas verdes y una piscina que, según Charlotte, no usaban desde hacía meses. El jardín era encantador, y había un verdadero ejército de empleados para mantener la propiedad en perfecto estado. Aunque el señor Darcy había mencionado que había siete empleados, Thea contó muchos más, entre jardineros y choferes, porque había dos, para las actividades de los niños.




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