El desastre de Thea

32. Canas

Ese precioso atardecer bañaba las pieles de la familia que andaba descalza por la playa. Ahora todos yacían pendientes y risueños, observando a la pequeña Aurora mientras experimentaba por primera vez, en sus casi diez meses de vida, las olas del mar. El frío del agua la puso un poco inquieta, pero la curiosidad por el movimiento, las gaviotas que volaban sobre ellos y las pequeñas lanchas despertaban en ella una intensa fascinación.

El día solo podía describirse como perfecto. Sin trabajo, sin tensiones, sin sonrisas a medias ni momentos compartidos a medias. Después de un almuerzo que no solo resultó delicioso, sino también un poco pesado, todos lavaron los trastes juntos. Luego se tomaron un tiempo para descansar y dormir la siesta. Darcy se quedó en la sala con Benny, y Aurora en su espacio, mientras las chicas se retiraron a la habitación. Despertaron después de las tres, se ducharon y se cambiaron para ir al pequeño pueblo, donde un poco de helado artesanal fue una delicia para ellos que habían andado a pie.

Encontraron una pequeña feria donde compraron pulseras tejidas, y Millie se llevó un nuevo bolso. Darcy y Benny se compraron camisas hawaianas a juego para lucir al día siguiente y, en ese momento, recorrían la playa con esos tonos rojizos y naranjas como escenario de sus sonrisas. Siempre cargando a su hija y con la adolescente a su lado, Darcy se encantaba de la cercanía de su familia.

Charlotte y Thea iban recogiendo conchitas, guardándolas en el bolso de Thea, quien le regalaba las más dulces sonrisas cuando se encontraban con la mirada. Benny, por su parte, se entretenía recogiendo piedras de colores. Al final, los seis se quedaron mirando el sol mientras se perdía, dejando una línea roja que dividía el mar del cielo, un espectáculo que les hizo sentir cálidos, unidos.

Darcy rodeó a su hija mayor por los hombros y le dio un beso en el cabello.

—Te amo, papi —dijo Millie, encantada con el día.

—Yo también, mi amor. Te amo —respondió él.

La apretó un poco más, dejándose envolver por el inmenso amor que sentía por sus hijos, un amor sin medida, que ni el dolor ni la pérdida habían logrado disminuir, aunque no había sido fácil. En ese momento sintió que al fin estaba haciendo bien las cosas con ellos, sus tesoros.

Observaron cómo se iluminaban los restaurantes cercanos en la costa, pero con la llegada de la noche buscaron la camioneta. Con el abundante almuerzo aún haciéndoles sentir un poco llenos, decidieron optar por una cena ligera que prepararían en casa con la comida que Darcy había comprado. Los jóvenes se acomodaron en la camioneta, y esta vez dejaron el asiento del copiloto a Dorothea, quien miró a Darcy con nervios cuando él le abrió la puerta.

La electricidad entre ambos llevó a Dorothea a uno de esos sueños encendidos donde solo había dos protagonistas: ella y su jefe. Se imaginó siendo besada bajo un atardecer en la playa e, incluso, en algún momento, las cosas escalaban en una de esas largas butacas, donde apenas cabían sus cuerpos entregándose. Al menos en sus sueños, aquel hombre a su lado sabía cómo manejar sus casi doscientas libras de belleza.

Tras un suspiro, lo buscó con la mirada y se encontró unos segundos con sus ojos. Las pupilas de Darcy se mantenían doradas y dilatadas; comenzaba a notar que cuando él estaba feliz, sus ojos parecían más dorados y más parecidos a los de Aurora. Atenta, delineó su perfil, su grueso cuello, los fuertes pectorales bajo esa camiseta, y ese brazo con una clara diferencia de dos tonos, pero que seguía siendo perfecto: fuerte, con unas venas exquisitamente resaltadas y unos vellos suaves que llegaban hasta sus manos grandes y bonitas, que estaba segura se sentirían bien apretando su cuerpo.

—¿Estás bien? —preguntó Darcy, sacándola de sus pensamientos.

Parpadeó rápidamente ante la pregunta, pero pronto asintió.

—Sí, sí, todo bien —respondió, encontrándose de nuevo con sus ojos—. Pensaba un poco en la feria que mi familia tendrá mañana.

—¿A qué hora empieza?

—A las diez, pero será todo el día hasta las cinco… o bueno, hasta que ya no haya más ventas —él asintió—. Esperamos que todo salga bien. Otros establecimientos también estarán allí vendiendo lo que no han podido colocar, y la publicidad que hicieron mis hermanos funcionó bien.

—Eso es bueno. Sé que será un éxito, y quizás podamos llegar antes de que termine —ella asintió, sonriendo un poco al mirarse a los ojos—. Puede que nos demos una vuelta para ver qué cosas interesantes encontramos.

Ella asintió, aunque se zafó de sus pensamientos y fantasías, pues en realidad le agradaba la idea de que pudieran apoyar a su familia. Además, estaba segura de que su jefe no iba a regatear los precios en aquel lugar, y le emocionaba que su familia al fin conociera a quienes se habían conectado con ella y su corazón.

Al llegar, bajaron con las compras. Darcy tomó a su pequeña, quien parecía necesitada de su cena, así que pasó con ella al interior de la casa. Mientras los chicos se cambiaban, Dorothea preparó la cena para Aurora, y, antes de alimentarla le limpió las manitos y el rostro. Luego comenzó a organizar los ingredientes para hacer los sándwiches que disfrutarían en la pijamada.

Tras lavarse las manos, Darcy se unió a ella en la cocina, y juntos prepararon tablas con aperitivos, dulces y bebidas, que fueron colocando en la sala. Cambiados a pijamas, los chicos bajaron con sus almohadas y mantas, las cuales acomodaron en un sillón para empezar a preparar el área para esa noche especial. También ayudaron a organizar la comida, mientras Dorothea alimentaba a Aurora en el comedor. Los demás chicos y su padre se encargaban de arreglar el espacio de convivencia.




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