El desastre de Thea

33. Puerta

La jovencita, que yacía ante él con los brazos cruzados y un puchero, mostrando claras señales de haber llorado, lo desarmó en cuanto la vio. Estaba recostada en el respaldo de la cama, mirándolo bajo las pestañas. Darcy no podía dejar de pensar en lo que había pasado, en lo que sentía y en cómo su corazón le daba órdenes claras y directas, con una sola persona en mente. Sin embargo, sabía que en ese momento debía controlar esos impulsos, pues debía hablar con la adolescente que tenía ante sus ojos.

Desde el primer momento en que le anunciaron que sería padre, con apenas diecinueve años, casi llegando a los veinte, el miedo hacia el futuro lo invadió. Sin embargo, siempre se sintió seguro de asumir ese papel. La idea de tener muchos hijos era algo que compartía con su difunta esposa y sabía bien que, de haber tenido la oportunidad, habrían alcanzado la media docena, tal como lo habían planeado antes de los cuarenta. Pero la vida dio un giro que le rompió el alma y, con el tiempo, le enseñó que los hijos crecen. Y ahí estaba su pequeña, la misma que hace quince años se acurrucaba en su pecho para dormir, mirándolo con desafío porque él había dicho no a su primera cita.

Avanzó hacia la cama y se sentó en el borde, pero Melisande, resentida, se movió hacia el otro extremo. Darcy tragó saliva y se llevó el cabello hacia atrás, intentando calmarse.

—Hija…

—¿Le gritaste a Thea?

Él la miró de frente, apretando la mandíbula.

—Nos gritamos. Hace mucho que no discutía con una mujer con la misma intensidad que lo hice con ella. Pero está claro que está de tu lado y, a su manera tan peculiar, me ha hecho ver que tomé una actitud incorrecta al enfrentar tu confianza —Melisande lo miró de frente—. Hija, yo… —suspiró—, a mí se me hace difícil aceptar que creces, que todos crecen. Siento que apenas ayer te estaba enseñando los colores y escuchando de tu boquita la palabra papá, y hoy me miras con resentimiento porque no te dejé salir con un muchacho.

—Es que no me diste una oportunidad…

—Lo sé, lo sé, y lo entiendo —intentó conciliar con ella—. Thea tiene razón: van a crecer, todos lo harán, y eventualmente me veré pasando por esto con Benny, Charlotte y, en unos años, Aurora —negó con la cabeza, apretando los labios. Melisande lo miraba con pena, y él sabía que no era esa la emoción que quería causarle—. No quiero que sientas que eres mi prisionera y admito que lo que dije no fue correcto. No por ser mi hija soy dueño de tu vida, de tu libertad o de tu crecimiento. Te traje a este mundo porque deseaba ser tu padre y me sentía agradecido, fascinado con la idea de que me hubieras escogido —ella bajó la mirada—. Mi deber es guiarte para que tomes las mejores decisiones, pero incluso si alguna te hace caer, quiero que confíes en que siempre podrás volver a mí y a tu casa.

—Papá, solo iba a ir al cine…

Él sonrió con debilidad, escuchando el tono delicado de su voz. Aquel puchero le golpeó el pecho, por lo que se acercó más a ella y tomó su mano.

—Para ti, solo es ir al cine con un amigo. Para mí, es la realidad de que estás creciendo. Hoy empiezas con el cine; quizá en unos meses o años llegue a tu vida tu primer novio, y vendrá una serie de eventos que quiero vivir a tu lado, y al lado de tus hermanos. Pero, hija, me aterra —a ella le tembló el mentón; no le gustaba ver a su padre así—. Me aterra un poco el mundo, lo inseguro que puede ser. Pero sé que debo confiar en ustedes, porque lo harán bien, como yo les he enseñado —ella asintió mirándolo, y Darcy no dudó en colocar su mano con firmeza en la mejilla ruborizada de su hija.

Pronto la jovencita se acercó a él y lo abrazó. El padre cerró los ojos, luchando con sus pensamientos. No podía negar que el tiempo seguía avanzando, que sus hijos seguían creciendo y que, tal como Dorothea le había dicho, los niños necesitaban saber que su casa era un hogar seguro en cualquier etapa de sus vidas, pues el mundo ya era lo suficientemente caótico y abrumador como para no tener un lugar al que regresar y calmarse.

Cuando se separó de ella, secó sus propias lágrimas, y luego las de su hija, acariciándole la mejilla y dejando un beso en el centro de su frente. La miró, tragando saliva.

—Te amo, amo a tus hermanos, y no quiero perder lo que hemos recuperado en estos días. No quiero que me veas como un hombre glacial, ni mucho menos pensar que lo que he dicho es mentira, porque no es así.

—Lamento haber dicho eso. Me alteré, y sabía que podías decir que no, pero yo sí quiero ir —él la escuchó atentamente—. Vamos a ir al cine, primero, a ver una película que se llama Robot Salvaje. Dicen en internet que es muy linda y que da muchas ganas de llorar —él sonrió—. Después iremos a cenar. Le dije que debía estar en casa antes de las seis, porque así me lo sugirió Dorothea, y que él me llevaría con su chofer, como una señal de que respeta no solo mi casa, sino también mi tiempo.

—¿Eso te dijo Thea?

—Sí, papá. Ella me ha aconsejado mucho y, por eso, me apoyó —jugó con sus manos y suspiró—. Yo le dije que podía cubrirme y decirte que iba con una amiga, pero ella no lo permitió. Dice que las mentiras tienen patas cortas —él sonrió, pero en ese momento comprendió completamente lo que Thea le había dicho antes.

—Y tiene razón, mucha razón —fue suave, pero firme con ella—. No quiero que vuelvas a considerar la idea de mentirme para verte con alguien, ya sea un muchacho, una nueva amiga o lo que sea, ¿sí? Porque, aunque me asusta la idea de verte crecer, soy tu papá, y prefiero construir contigo una buena relación de confianza que vivir momentos incómodos por la desconfianza —le apretó la mano—. Eres mi niña, aunque tengas cien años, seguirás siendo mi niña —Millie lo miró emocionada—. ¿Cómo se llama este muchacho?




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