El desastre de Thea

34. Fresita

Por el espejo retrovisor notó cómo sus hijos, acomodados en la parte de atrás, venían bien dormidos. Su dulce Benny ni siquiera se veía, porque iba en la tercera línea de asientos, por lo que aprovechó ese espacio para apretar el muslo desnudo y precioso que lo había tenido hipnotizado desde que lo vio aplastarse, lleno, cuando la curvilínea se sentó como su copiloto.

Los días habían sido más que perfectos; la tensión entre ellos se movía como una electricidad exquisita que podía llevarlos a sucumbir en cualquier momento. Sin embargo, con la promesa de no solo tomarse las cosas con calma, sino también cuidar de los niños, habían sabido controlarse, aunque hubo un último momento de pasión y debilidad cuando regresaron de la playa a la casa para cambiarse y empacar para partir.

Ese traje de baño de dos piezas que Dorothea usó en su paseo por la playa mantuvo mal al señor Máquina en todo momento. No podía dejar de admirar su figura, la llenura de sus senos y las perfectas nalgas redondas que, si bien no llevaban una tanga como él hubiera deseado, no dejaban de verse espectaculares en el bikini celeste con pequeñas flores que la curvilínea lució durante esas horas en las que se refrescaron en el mar.

Cuando apretó el muslo, Thea le sonrió de nuevo, miró hacia atrás, y al notar a todos dormidos, no dudó en alargar su mano y rozar con delicadeza la nuca de Darcy, quien solo suspiró, cerrando los ojos unos segundos y moviendo un poco la cabeza para permitir que esos delicados dedos alcanzaran más de una piel que parecía necesitar, casi en un estado hambriento, el roce de la mujer a su lado.

—¿Va cansado? —la delicada pregunta lo llevó a negar.

—No, voy feliz —se miraron unos segundos, aún tenían como media hora de viaje—. Los chicos la pasaron bien, disfrutaron muchísimo, y creo que eso es lo mejor de todo. Sin duda ha valido la pena.

—¿Va a tener mucho trabajo al regresar? —le consultó.

Darcy solo esbozó una sonrisa y suspiró.

—¿Te molestaría si me hablas de tú? —Dorothea lo miró a los ojos—. Sé que lo haces por una cuestión de respeto, por tu puesto de trabajo incluso, pero… —pasó saliva— creo que, después de lo que ya hemos vivido, el usted se siente como una cortesía que no tiene tanto sentido. No me parece adecuado que sientas o pienses que soy superior a ti.

—Se lo digo porque ya está viejito y canoso.

La carcajada de Darcy logró que Millie se removiera, y de inmediato Dorothea dejó de rozarlo, mientras Darcy soltaba el muslo delicioso que apretaba. La jovencita alcanzó a ver el movimiento de su padre de reojo, por lo que solo entrecerró los ojos. Se encontró con la mirada de Thea, quien le sonrió, así que le devolvió la sonrisa, pero pronto se acomodó con su suéter contra la puerta para dormir lo que hiciera falta.

Iban todos cansados, pero felices. Había sido un fin de semana especial, en el que compartieron como una familia unida, donde se sintieron niños juguetones, mimados por su padre, atendidos por Dorothea y, sobre todo, unidos, con esa unidad que tanto bien les hacía. Jugaron fútbol en la playa, disfrutaron de un chapuzón en las olas tranquilas y se tumbaron al sol unos minutos, terminando con una excursión en lancha hasta el fondo del mar, donde tuvieron la oportunidad de ver algunos peces y hasta la aleta de un tiburón a lo lejos.

—Papi, ¿cuánto falta para llegar? —preguntó Millie.

—Unos treinta minutos, mi amor. Primero pasaremos dejando a Thea por la plaza donde está su familia —la jovencita asintió.

—¿Y podemos bajarnos para ver qué hay?

—Sí, claro, si quieren hacerlo, no hay problema.

—¡Sí, sí, quiero ver de dónde saca Thea su ropa de abuelita!

La risita de la curvilínea no se hizo esperar; apretó la delicada pierna de Millie, pero esta le tomó la mano y no la soltó, lo que provocó un puchero en esa Dorothea que tanto disfrutaba saberse conectada a la adolescente de gran corazón y personalidad ligeramente rebelde. Se afianzó mejor a esa mano y, aunque iba algo incómoda, terminó recostándose casi de lado ante ese Darcy, que cuando la miró le dibujó una amplia sonrisa.

—Duerme un ratito —le indicó él con voz grave, aunque quería decir más, suponía que su hija adolescente aún estaba despierta.

—¿Podrá solito?

—No voy solito, llevo a mi familia tulipán a mi cuidado. Créeme que podré —ella asintió con esa dulce sonrisa—. Duerme, fresita jugosa.

Dorothea se sintió más ruborizada que nunca ante ese apodo, que le gustaba y la hacía sentirse bonita, dulce, deseada incluso. Ya se imaginaba siendo una fresa jumbo, rojita en su perfección, jugosa, llena de dulzor y exquisita, capaz de hacer a cualquiera cerrar los ojos con solo darle un mordisco. Aunque ella solo quería los dientes, las manos, la boca de una sola persona, y era ese hombre apuesto que le acomodó el asiento un poco recostado desde sus comandos para que descansara lo que quedaba del trayecto.

Encantado, Darcy notó de nuevo a su familia: su pequeña Aurora en su sillita, con su chupete, prácticamente salió dormida desde la casa de playa en sus brazos. Charlotte se había acomodado entre un cojín y su hermana mayor, quien iba recostada a la puerta, y su dulce Benny en la parte de atrás. Esa mujer que había llevado magia, dulzura y unidad a su vida, que había hecho tanto por ellos, le daba un sentido que lo hacía saberse parte de un núcleo completo.




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