El desastre de Thea

36. Aceptación

Revisó el celular, releyendo la respuesta que su jefe le había enviado la noche anterior. Aunque no fue lo último que hablaron, pues prácticamente mantuvieron una conversación hasta bien entrada la noche, quedándose dormida incluso a mitad de una respuesta, ese mensaje, ese “Sí, en realidad me encantaría” era el que le aceleraba el corazón y le encendía con fuerza esa luz de esperanza que implicaba la posibilidad de que aquello no fuera solo atracción o química, sino algo que podría avanzar y, si ambos lo querían, podrían luchar por lo mismo.

Posó su mirada en la ventana. Le tocaba viajar sola ese día, porque Édison llevaría a Saint y Chase al médico, quienes parecían haber pescado el mismo resfriado. Como tuvieron fiebre la noche anterior, no querían que evolucionara a algo peor, así que su padre pidió permiso para ayudar a su madre con la limpieza y entrega del módulo que tendría lugar por la tarde. Esperaba que todo saliera bien y que el administrador no se aprovechara de esa inspección que iba a realizar.

Se sentía hinchada; la menstruación había llegado como si fuera una venganza de su útero por no ponerle el hijo para el que preparaba el nido cada mes, y desde adentro parecía acuchillarla por lo mismo. No solo tenía un flujo pesado, también sufría cólicos, le dolían los senos y no se sentía bonita. Por eso eligió un pantalón de jean negro, uno de los pocos que tenía, junto con una camisa de un solo color, pero la combinó con su diadema porque no quería fallarle a Charlotte.

Una nueva semana comenzaba; su rutina seguía siendo la misma y quería creer que, con la misma facilidad con la que los días terminaban y le daban paso al siguiente, llegaría el momento en que todo en su vida estaría en orden. No tendría una deuda que frenara lo que sentía, su familia al menos tendría un negocio montado y próspero, su hermano se enamoraría profundamente y sería correspondido, y al perro infiel de su exnovio le daría diarrea líquida en medio del coito; así todo se arreglaría para bien.

Bajó en su estación y caminó hasta la casa. Por el momento, su familia contaba con un buen colchón de cinco mil dólares, prácticamente intactos, pues incluso hicieron una venta en línea al finalizar la tarde del día anterior. El dinero de la renta, conseguido gracias al caballeroso acto de Benny, seguía intacto y era el que entregarían, concluyendo así una década de trabajo en esa plaza y de relación con la señora Isidora, la francesa que quizá no era tan buena persona, al menos para Dorothea, después de todo.

Al llegar al enorme portón, se movió para poner su código de acceso e ingresar sin anunciarse. La preciosa mansión, iluminada por el sol de las siete y algo de la mañana, lucía impresionante, por lo que solo suspiró.

—Él es multimillonario, y tú apenas una niñera que consiguió trabajo por una deuda —se dijo a sí misma—. Te lleva doce años, que es bastante, aunque quieras convencerte de que no. Tiene cuatro hijos y ya tuvo el amor de su vida, de quien se separó por la muerte, no porque quisiera —continuó, recordándose una lista de contras que había nacido desde el día anterior—. No sabes nada de cosas importantes, como bienes raíces, idiomas o cómo comer caracoles —abrió la puerta y lo vio bajar, como todas las mañanas, por lo que terminó murmurando—, pero estás enamorada de él.

Darcy lamió sus labios al verla con aquel estilo mucho más casual y casi impropio de ella. No se veía mal, pero no era algo que pareciera combinar con su esencia.

—Buenos días, Dorothea.

—Buenos días, señor —respondió, ya viéndolo a los ojos—. Llegué temprano.

—Lo hiciste —ella solo suspiró, notando la mirada de Darcy en su cuerpo—. ¿Está todo bien?

—Sí… —suspiró, pero pronto se mordió el labio—. Ahora soy yo el sobrecito de kétchup.

Él abrió los ojos, entendiendo al instante el ligero cambio de estilo.

—¿Y estás enojada?

—No por el momento, pero sí tengo hambre.

—¿Algo especial que te pueda hacer sentir mejor?

—Un abrazo…

Darcy miró a todos lados, pero no dudó en abrir sus brazos, donde ella se refugió sin pensarlo dos veces. Era un espacio demasiado abierto y cualquiera, incluidas las enfermeras, podría encontrarlos en esa situación, pero Dorothea se apretó aún más a ese Darcy que solo le acarició el cabello hasta encontrarse con la piel de su cuello.

—Tómate el día con algo de calma; le diré a Noa que los acompañe y…

—No, no, no, no quiero estar con esa vieja amargada —se separó con rapidez—. Porque si me molesta ahora sí le voy a enseñar con cuántas papas se hace un puré —fue rápida apretando su puñito frente a él, quien se echó a reír—. Y le voy a pisar más que su piel de tamal —continuó amenazando, para luego suspirar—. Yo me encargaré de mis niños, y quizás horneemos de nuevo para comer cositas dulces estos días. Y si acaso me encuentran desangrada en alguno de sus baños, me viste antes de que lleguen los forenses; no quiero ir con mi trasero al aire en la camilla.

Darcy no pudo evitar reírse; era demasiado en un solo minuto, así que solo suspiró. Al encontrarse con los ojos castaños de Dorothea, ese hombre tragó saliva; estuvo tentado de tomarle el rostro y quizá aliviar alguno de sus malestares con un beso, pero solo dio un paso hacia ella.

—Solo yo puedo ver tu trasero —le indicó, levantándole el rostro desde el mentón—, tu lindo, redondo y muy, muy apretable trasero.




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