El desastre de Thea

40. Limones

Cuando se vieron a los ojos, las sonrisas nacieron de manera natural. Se sabían nerviosos y ninguno lo podía ocultar, pero se encaminaban hacia el restaurante donde él ya había hecho una reservación en la terraza, en la misma zona que su hija le había sugerido. La música que cubría la cabina de la camioneta era calmada, un bossa nova de canciones antiguas que acariciaba la piel desnuda de los brazos y pecho de Dorothea.

La joven lucía preciosa a los ojos de ese hombre encantado, que ya iba envuelto en el perfume dulce y avainillado que había llenado todo el espacio que los rodeaba. Sobre su regazo, ella apretaba su bolsito morado, pero tras lamerse los labios, buscó de nuevo los dilatados y dorados ojos que la observaron esos segundos.

Al llegar a un semáforo, la mano grande tomó valor y se separó del volante, encontrándose con la delicada mano de ella, quien miró con atención cómo se fueron entrelazando hasta quedar sobre su muslo. La unión la llevó a sonreír, pero pronto volteó a verlo.

—¿Vas nerviosa?

—Sí, y creo que usted también —Darcy asintió, pues no iba a negarlo.

—Voy nervioso —confesó con voz grave—. ¿Crees que puedas tratarme de tú?

Dorothea lamió su labio inferior, que terminó prensando entre sus dientes, pero al final asintió.

—Lo intentaré —respondió, para luego suspirar—. ¿Le dijiste a los niños a dónde ibas?

Darcy amplió la sonrisa; le encantaba la confianza que percibía cuando le hablaba de esa manera, y es que, si bien el usted de alguna manera lo sentía hasta como erótico, el ser tuteado por ella reducía a nada las diferencias que nadie podría negar, desde los doce años que los separaban hasta esos puestos sociales que cada uno poseía: él como su jefe, ella como su empleada.

—Millie me ayudó a vestirme —Thea se puso a reír—, pero al final todos ya sabían que tenía una cita —pronto la joven sintió sus mejillas ruborizadas—. No les dije con quién, porque no acordamos hacerlo —ella asintió—, pero saben a dónde voy y me dieron muchos consejos para que tuviéramos una noche especial. Tu familia claramente sabía con quién ibas.

—Sí, sí, apenas llegué busqué cómo alistarme y mi madre llegó —admitió ella—. Tengo una relación especial con ella, de mucha confianza, y es algo que atesoro mucho. Sé que le puedo contar todo y hasta preguntar sobre cosas que pueda no entender por completo; a veces ella tampoco las entiende, pero me sirve escuchar su opinión o su forma de ver la situación —Darcy asintió—. Le dije que saldría contigo, ella advirtió a los demás —pasó saliva, para luego suspirar—. Creo que mi familia y yo tenemos una de las relaciones más familiares que pueda existir en el mundo; mis padres saben que al final cada uno hará su vida y se esfuerzan por ser buenos guías y consejeros, más no por encasillarnos en un camino que ellos quieran que sigamos.

—Eso me gusta, suena ideal incluso...

—Para nosotros lo es. Los Winter nos apoyamos en las buenas, en las malas y en las difíciles. Mis padres estarán para mí así triunfe o fracase. Y creo que lo más especial que tenemos es la facilidad con la que podemos hablar, incluso de aquello que nos da miedo o apenas estamos entendiendo, como lo nuestro.

Darcy la miró a los ojos, pero Dorothea sintió que el calor llegó hasta su centro cuando ese hombre llevó la unión de sus manos a su boca, dejándole un beso en los nudillos.

—¿Están en desacuerdo con esto?

Ella se alzó de hombros.

—Quizás papá y Édison, pero al final respetarán mi decisión, y si acaso no funciona, estarán para mí en el momento que los necesite; y si lo hace, sé que estarán felices si me presento de esa manera —ella solo suspiró, no quería ponerse demasiado profunda—. Creo que los dos sabemos que no es tan fácil como podría ser para cualquiera; aunque los dos somos solteros, tú...

Darcy apretó la mandíbula, tan solo suspiró.

—Yo soy un hombre viudo, con cuatro hijos y que te lleva doce años —Dorothea le miró el perfil, no quería llenarlo de dudas o que sus propias inseguridades ante esa realidad arruinaran lo que aún no había empezado—. Lo he pensado también —indicó Darcy—; desde que empecé a notarte y a sentir una necesidad nueva de verte, de tenerte en casa —continuó explicando—. Intenté frenarlo, de alguna manera me convencía de que no era correcto, porque la idea de perderte se hacía incómoda, no solo por la conexión que tenías con mis hijos y lo mucho que ya habías logrado con ellos, sino porque yo... —se señaló con su mano libre—. Yo no quería que te fueras de mi casa, o de mi vida.

Tras un suspiro, volteó a verla.

—Thea, al perder a mi esposa pensé que no volvería a sentir atracción por nadie, que no sería capaz de verme ilusionado por una mujer. Estaba convencido de que no tendría la oportunidad de pensar de nuevo en el amor, en una relación, en una posibilidad —su voz grave logró que la piel de la joven se erizara—. Y entonces te vi sonreír —la sonrisa en ella fue inmediata—. Ahí, ante mi camioneta pintada con pintura en aerosol. Te vi renegar cuando te diste cuenta de que habías escrito mal lo de perro infiel —los dos se rieron—. Y supe, cuando me quedé a tu lado, cuando fui tu cómplice en algo que solo iba a afectarme a mí, supe que... —pasó saliva—. Quería verte de nuevo.

—Te gusté porque me encontraste inclinada y viste mi gran trasero…




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