El desastre de Thea

85. Final

Si bien hay muchas maneras de empezar un cuento, la clásica que siempre eriza la piel arranca con había una vez. Y el cuento de Dorothea Winter empezó de esa forma cuando, una mañana cualquiera, su mundo conocido se vio afectado de gran manera. Una notificación en Facebook y un trabajo investigativo le revelaron que su entonces novio, en quien confiaba, a quien quería y con quien pensaba construir ese cuento, le había sido infiel. Sin saberlo, con esa acción, destruyó el mundo de Thea, pero la obligó a construirse uno mejor, uno que comienza así.

Había una vez una hermosa curvilínea con una personalidad única, llena de colores, estampados y una risa escandalosa. Una mujer que no temía al mundo, pero que a veces se llenaba de inseguridades, criada en un seno familiar que celebraba su individualidad y le enseñó a ser genuina. Por encima de todo, aprendió a amarse, apreciarse y respetarse, para que nunca nadie, ni siquiera alguien diciéndole que la amaba, pudiera usarla. Fue gracias a esa crianza que, tras descubrir que su exnovio le había sido infiel, Dorothea Winter se armó de brillantina, pintura en aerosol y la canción de La Pantera Rosa. Con un sentido de venganza y justicia, para ella misma, se dirigió a una reconocida empresa a dañar la preciada camioneta de su ex. Sin embargo, descubrió en el acto que no solo había salido con un infiel, sino también con un mentiroso, cuando el jefe del mismo y dueño de la camioneta la sorprendió con las manos en la pintura.

La realidad pudo haber sido distinta. Después de todo, aquel apuesto hombre era conocido como el Glacial, famoso por su personalidad distante, su porte serio aunque elegante, y su fortuna. Pero algo logró esa justiciera con diadema de flores aquella mañana, en su acto vandálico: ese hombre no pudo olvidarla. En un acto desesperado, quizás guiado por el amor que vibró en el fondo de un corazón cubierto de hielo, la buscó y la invitó a un lugar donde nadie más había llegado: su casa, su hogar, y ante sus hijos.

Dorothea apareció con su diadema, sus colores, sus luces y energía, convertida en un sol completo dentro de aquella casa de reglas, horarios estrictos y quehaceres. Allí se encontró con niños fríos y distantes, con un padre angustiado y con una dinámica que no podía comprender. Desde el primer momento, fue vocera de esos infantes que, con naturalidad y ojos brillantes, la invitaron a ocupar un espacio que nadie se había atrevido a usar: un lugar en la mesa familiar.

Los días pasaron, y las risas comenzaron a elevarse en los rincones de aquella casa. La cocina se llenó de dulzura, la curiosidad hizo que los adolescentes salieran de sus cuevas, y poco a poco, la niñera que nadie quería el primer día se volvió tan indispensable para ellos como la vida misma. Entre el compartir y las diferencias, el apuesto hombre glacial sintió cómo por sus venas el hielo se derretía. Su corazón, que pensó jamás volvería a palpitar, lo hizo por aquella que lo hacía suspirar: la indómita, divertida y única Dorothea.

Entre risas y desayunos, la energía no pudo ser ignorada. Después de un primer beso, vinieron muchísimos más. La niñera avanzaba en ese hogar, donde pronto dejó de sentirse como niñera para saberse una más. La confianza creció entre ellos, el amor se volvió un nutriente, y el hielo, al derretirse, dio lugar al agua que nutrió a la familia tulipán.

Pero como todo cuento, no podía ser solo felicidad. Dos enormes brujas aparecieron en el momento más dulce, queriendo dañar lo que apenas se construía. Tocaron las heridas que el apuesto príncipe glacial tenía y enviaron a la niñera Dorothea a una espiral oscura, donde su luz y sus colores no eran suficientes para hacerla sentir segura.

El dolor inundó a la familia, pero el príncipe se mantuvo firme, fuerte y gallardo, defendiendo lo que amaba: su familia tulipán. De manera segura, con su voz grave y demandante, mandó a las dos brujas a prisión. Con sus trajes naranjas, serían calabazas para más de diez Halloween que deberían vivir tras las pequeñas ventanas de sus celdas.

Y como dicen que no hay buen cuento sin un final feliz, el de esta historia al fin llegó para vivirse. La jovencita luminosa, con sus luces y colores, que pasó de ser una vándala a niñera y se convirtió en princesa, se transformó en el centro de esa casa donde el hielo nunca más apareció. Con sus manos delicadas, construyó sueños y desayunos. Con su risa escandalosa, contagió algarabía y celebración. Con su pecho lleno, se volvió refugio para todas esas almas que de ella se nutrieron.

El amor se transformó en dos pequeñas vidas que en su vientre se formaron y que crecían regadas del amor que ella y su familia les daban. De su mano, el príncipe caminaba con orgullo, haciéndola sentir maravillosa y especial con solo su mirada, mientras esos retoños que tomó como suyos le recordaban, en cada momento que podían, que ella era la amada mamá.

La princesa encontró su camino, y su energía se hizo más intensa, más fuerte, más segura, porque, así como una vez decidió que iba a cobrar venganza, hoy decidió que iba a vivir al máximo, a disfrutar de su vida, a gozar de lo lindo, mientras comprendía que su final de cuento de hadas, al fin, se había cumplido.

—¿Qué haces, mi amor? —cerró los ojos cuando las manos fuertes de Darcy la rodearon por la cintura, apretándola contra su cuerpo.

—Les contaba un cuento en mi mente a los bebés —indicó ella.

Él sonrió dulcemente, dándole un beso en la mejilla.

—Como lo hacía la abuela Doris conmigo —continuó, viendo la fotografía de ese hermoso primer plano de su abuela en esa exhibición encantadora y de gala donde ahora se encontraban—. Era muy hermosa, ¿verdad?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.