El desastre de Thea

Extra 2. Empezar

Cerró los ojos cuando una de las diademas más importantes y delicadas de su vida fue presentada ante ella para luego ser acomodada en su cabeza. Su corazón se llenó de gozo y su mente solo pudo viajar a lo que fue esa mañana, cuando, vestida de negro y con su diadema celeste de pequeñas flores blancas, llegó a esa enorme empresa donde iba a cobrarse una venganza con brillantina y pintura. Sin imaginarlo, al ingresar a ese lugar, su vida completa iba a cambiar.

El tiempo había transcurrido de una manera que solo podía describir como maravillosa. El mundo le había presentado una oportunidad que durante mucho tiempo creyó que solo podría alcanzar en sueños e ilusiones, pero no fue así: lo vivió. La mujer curvilínea que, con sus diademas, colores y estampados, conquistó un corazón de hielo, había construido no solo un gran hogar, sino también un amor que, en aquel hermoso día de primavera, al fin se convertiría en matrimonio.

Casi tres años habían pasado desde que Dorothea Winter llegó a la casa de los Jenkins con una deuda de cuarenta mil dólares que debía pagar trabajando como niñera. Una vez que cruzó esas puertas, nada, ni siquiera los oscuros sentimientos de ciertas mujeres, pudo apartarla, porque con su sonrisa, su luz y su energía conquistó corazones nobles e inocentes que la invitaron a quedarse en la mesa y, para siempre, en sus vidas.

Sus niños habían crecido. Melisande estaba preparándose para empezar la universidad al año siguiente. Benny, ahora un adolescente mucho más alto que ella, seguía disfrutando de armar legos los viernes por la tarde después de sus prácticas de natación, donde había encontrado una pasión que lo llevó a unirse al equipo del colegio y participar en torneos, en los que incluso había resultado ganador. Y sí, seguía asomando la cabeza por la ventana para decirle adiós a su mamá, quien siempre los acompañaba hasta la puerta de la casa al iniciar sus días.

La princesa Charlotte era ahora una preadolescente que disfrutaba de la buena comida y el ballet. Se había convertido en su confidente, y una de las actividades que más disfrutaban juntas era trabajar en la tienda de su madre junto a la abuela Georgina, con quien Charlotte había desarrollado una gran conexión. Parecía que la historia se repetía en ellas, pero con mejores luces y dinámicas, aunque siempre con la misma fuerza de una mujer valerosa inspirando a una niña a ser completamente genuina.

Aurora era una vivaz chiquilla que ya había empezado el kínder. Era curiosa, conversadora y algo mimada, especialmente cuando estaba en los brazos de su padre, quien, desde que la cargó por primera vez, no volvió a soltarla. Disfrutaba de la pintura, de bailar y de largas caminatas de la mano de su madre por el jardín. Allí, en ese espacio a solas, se tumbaban sobre el pasto si el clima era perfecto y encontraban formas en las nubes.

Los mellizos eran la energía de ese lugar. Al igual que su hermana Aurora, decidieron caminar en su primer año, en aquella fiesta donde la familia tiró la casa por la ventana. Desde entonces, nada los había detenido. Ahora eran dos pequeños de poco más de dos años que disfrutaban jugar a las escondidas con sus hermanos mayores, arrullarse en el pecho de Melisande y tomar largas siestas con su madre.

—Abra los ojos —dijo la estilista.

Dorothea cumplió con la indicación, mirándose al espejo. La Dorothea de veintitrés años, que llegó a aquella empresa con sed de venganza, seguía brillando en sus ojos castaños. Mantenía su conexión con los colores, su energía y su buen apetito. Sin embargo, la mujer que ahora observaba en el espejo, reemplazando a esa versión juvenil, no solo se sentía orgullosa de lo que había logrado, sino también de lo que sabía que lograría. Con veintiséis años cumplidos y una familia de seis niños que crecían sanos, amados y llenos de una llama que avivaban cada día, podía decir con total seguridad que lo había conseguido. Y todo en ella se sentía orgulloso de lo mismo.

—¿Qué le parece? —preguntó la estilista.

—Es hermoso, muy hermoso —respondió Dorothea, mirándose al espejo—. Me gusta mucho.

—Permítame ayudarle —dijo una de las estilistas.

Entre las tres estilistas que la atendían, la ayudaron a ponerse de pie. Ese día iba a cumplir su fantasía de no solo verse como una reina completa, sino también lucir despampanante en cuatro vestidos de novia que ya estaban listos, esperando cada turno durante aquel magno evento.

Su cuerpo lucía estilizado en ese precioso vestido blanco que caía en una amplia campana decorada con pequeñas piedras en el borde. El satén y el estilo estructurado del torso la hacían lucir como una torre griega, aportándole un toque de sensualidad y coquetería. La curvilínea, que aunque no había vuelto a sus casi doscientas libras de belleza, seguía sintiéndose maravillosa. Cada noche, un hombre hambriento y desesperado le recordaba que seguía siendo deseada. Dio una vuelta para ver cómo se abría la falda y amplió su sonrisa.

—Soy toda una reina —dijo Dorothea con orgullo.

—Lo es, sin duda lo es —respondieron las tres jóvenes que la vestían, maquillaban y peinaban.

Cuando tocaron la puerta, una de las jóvenes fue a abrir, dejando que la madre pasara. El puchero en Georgina no se hizo esperar, y pronto las dos se miraban con lágrimas en los ojos. Sin dudarlo, se buscaron y se dieron un abrazo apretado, mientras Georgina dejaba un beso en la mejilla ruborizada de su hija.

—Te ves hermosa, mi amor, preciosa —dijo Georgina.




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