El cielo de la ciudad anunciaba lluvia. Las nubes, pesadas y lentas, cubrían el atardecer con un velo gris que parecía presagiar algo importante. Alicia, sentada al borde de su cama, miraba por la ventana cómo las primeras gotas se deslizaban perezosas por el vidrio. Afuera, la ciudad seguía respirando con su ritmo inagotable, indiferente al milagro que estaba por suceder.
El teléfono vibró sobre la mesa de noche; era Ernesto. Su voz cálida, al otro lado de la línea, bastó para llenar el silencio de su habitación
—Alicia —dijo Ernesto, con esa mezcla de ternura y entusiasmo que siempre lo caracterizaba—, ¿te gustaría que tomáramos un café esta tarde?
Ella no lo pensó demasiado. En ese instante sintió que el universo le concedía una segunda oportunidad —el inicio de algo real.
Minutos después se miraba al espejo, arreglando con esmero cada detalle. En su pecho un corazón temblaba con expectación. Tomó su sombrilla negra —brillante como la noche que se avecinaba— y salió. Las gotas comenzaban a caer con más fuerza sobre la calle, y cada una parecía marcar el ritmo del destino que la llevaba al reencuentro.
La cafetería elegida por Ernesto estaba a la vuelta del departamento de Alicia, cálida y perfumada a café recién molido. Desde la acera, Alicia lo vio sentado junto a la ventana. Su figura, encorvada ligeramente sobre una taza humeante, parecía ajena al bullicio, concentrada en sus pensamientos. Pero en cuanto la vio aparecer, se irguió y sonrió —una sonrisa que irradiaba luz incluso en medio del caos de la ciudad.
Alicia se refugió bajo el alero del local, sacudiendo las gotas que caían de su sombrilla. La lluvia, persistente pero delicada, envolvía todo con una transparencia serena. Al abrir la puerta, el tintineo del metal anunció su llegada.
—¡Hola, Ernesto! —saludó, temblándole la voz entre la timidez y la alegría.
Él se levantó, acercándose con un gesto cálido, y la rodeó en un abrazo breve pero intenso.
—La lluvia nos vuelve a reunir —susurró en su oído—. Tiene su propio modo de celebrar las cosas que deben suceder.
Se acomodaron frente a frente en una mesa junto a la ventana. Afuera, el agua golpeaba los cristales en un compás perfecto. Adentro, el mundo era un refugio tibio, iluminado por reflejos dorados que bailaban sobre sus rostros.
—Es un buen momento para ponernos al día, ¿no crees? —dijo Alicia, jugueteando con la cucharita en la taza de porcelana.
—Sí. He pensado mucho en ti —dijo Ernesto, con sinceridad desarmante—. Quería verte, hablar contigo… saber cómo estás, de verdad.
Ella sonrió, sorprendida pero complacida.
—He estado bien. Reflexionando sobre el futuro, sobre lo que quiero hacer… y sobre las cosas que la vida pone en nuestro camino sin que lo esperemos.
—El futuro siempre tiene su dosis de misterio —respondió él—. Pero creo que a veces lo inesperado es precisamente lo que le da sabor a la vida.
La conversación fluyó con naturalidad. Entre risas y silencios cómodos, compartieron pensamientos sobre la vida, los sueños que aún brillaban, y aquellos que la rutina había postergado. Alicia hablaba con una mirada iluminada por la esperanza; Ernesto la escuchaba como si cada palabra tejiera un hilo invisible entre ambos.
El murmullo del lugar se mezclaba con el sonido de la lluvia. Entonces la mesera se acercó: una mujer joven, de sonrisa dulce, con un delantal impecable.
—¿Les gustaría acompañar el café con algo? —preguntó, amable.
—¿Qué te parece si compartimos un trozo de pastel de chocolate? —dijo Ernesto, mirándola con picardía.
—Perfecto —respondió Alicia—, el chocolate siempre es una buena idea.
Mientras esperaban el pedido, el silencio volvió a posarse entre ellos. Pero era un silencio suave, lleno de complicidad, como si ambos comprendieran que no todo debía decirse en voz alta.
A la distancia, un grupo de amigos reía, y el eco de sus risas se mezclaba con el tintinear de las tazas. Ernesto observó a Alicia —su cabello castaño reflejaba la luz del interior, y sus ojos verdes eran un remanso de calma—. Se preguntó cómo alguien podía irradiar tanta paz en medio del caos cotidiano.
Cuando la mesera regresó con el pastel, la calidez del chocolate recién horneado los envolvió.
—Aquí tienen —dijo la mujer, dejando los platos sobre la mesa con una sonrisa amable—. Puedo asegurarles que este pastel alegra hasta los días más nublados.
Alicia y Ernesto agradecieron con un gesto cómplice.
—Está delicioso —dijo él, tras el primer bocado—. Creo que necesito otro café para hacerlo perfecto.
Alicia rio, divertida.
—Es increíble. Parece un pedazo de cielo.
Durante un largo rato disfrutaron de ese espacio compartido. Hablaron de sus risas de infancia, de libros que los habían marcado, de canciones antiguas que ambos recordaban. Entre historia e historia se colaba una sensación difícil de nombrar; no solo cariño, sino esa comprensión silenciosa que ocurre cuando dos personas se encuentran en el momento exacto.
La mesera se movía entre las mesas con calma; en un rincón, un anciano leía un periódico bajo el resplandor cálido de una lámpara. Cerca de la puerta, una pareja joven compartía un paraguas empapado. Todos esos rostros anónimos parecían testigos silenciosos de la escena principal, pequeñas pinceladas que otorgaban realismo y humanidad a aquel cuadro emocional.
Julia, la dueña del local, una mujer que conocía de lejos la mirada de los enamorados, los observaba de tanto en tanto con ternura. Más tarde recordaría aquella tarde y pensaría que había sido testigo del nacimiento de algo genuino, casi sagrado.
La lluvia no cesaba. Golpeaba los cristales con ritmo pausado, como si también deseara quedarse escuchándolos.
—A veces pienso —dijo Ernesto, mirando hacia el exterior— que cada gota de lluvia trae consigo una historia. Quizá alguna está cayendo solo por nosotros.