El Destino de dos Almas

El momento anhelado

La espera había sido larga, pero el destino, como siempre, eligió el instante preciso para que la magia volviera a encenderse. Aquella noche, el cielo aún lloraba gotas finas de lluvia, y las calles, húmedas y brillantes, reflejaban los destellos de las farolas. Ernesto avanzaba con paso decidido bajo su sombrilla, vestido con un elegante saco que realzaba su porte sereno y seguro. El cabello, ligeramente húmedo, caía sobre su frente mientras los nervios le aceleraban el pulso.

Al llegar frente a la casa de Alicia, el viento le trajo un perfume familiar, una fragancia dulce y cálida que reconoció sin dudar. Cuando la puerta se abrió, el mundo pareció detenerse.

Alicia se encontraba allí, de pie, con una luminosidad que emanaba de ella como si la lluvia misma la hubiese acariciado. Llevaba un vestido fluido que se movía con elegancia, y sus ojos brillaban con ese fulgor de quien sabe que está a punto de vivir algo irrepetible.

—¡Hola, mi amor! —dijo Ernesto, extendiéndole la sombrilla mientras una sonrisa sincera iluminaba su rostro.

Ella respondió con la misma ternura contenida.

—¡Hola, mi amor! —susurró Alicia, abrazándolo con cuidado, dejando que su cuerpo se acoplara al de él en un gesto que no necesitaba explicación.

Sus manos se entrelazaron. El ligero golpeo de la lluvia sobre la tela roja de la sombrilla acompañó el inicio de una caminata que marcaría sus vidas.

Las calles empedradas reflejaban el fulgor de las luces, y cada paso que daban resonaba como el compás de una melodía propia. La brisa fresca les acariciaba las mejillas, pero era el calor de sus manos unidas el que realmente los abrigaba.

Ernesto rompió el silencio con una sonrisa que escapaba sin permiso.

—¿Sabes? Siempre he creído que la lluvia trae buena suerte —dijo, apretando su mano con suavidad.

Alicia se volvió hacia él, sus ojos resplandeciendo bajos los faroles.

—La lluvia es nuestra confidente —susurró—. Ella narra nuestra historia.

Ambos rieron con complicidad. Era evidente que aquella noche tenía una textura distinta, como si el universo hubiera decidido premiarlos.

Al llegar al restaurante, las luces cálidas y el murmullo de conversaciones crearon un ambiente acogedor, una bienvenida perfecta. El mesero, con porte amable, los condujo hacia una mesa pegada a la ventana. Desde allí se observaban las gotas resbalando por el cristal como hilos de cristal líquido.

Les ofreció la carta con una cortesía medida. Ernesto y Alicia se miraron, intercambiando una sonrisa que decía más que cualquier palabra. Ninguno parecía estar realmente interesado en los platos; lo que importaba era el instante compartido.

—¿Qué bebida van a acompañar la comida? —preguntó el mesero, interrumpiendo brevemente la magia.

Ernesto no dudó.

—Tráenos la mejor bebida para brindar por esta noche mágica con mi novia —pidió con tono firme y alegre.

El mesero asintió con una sonrisa profesional.

—Para la mejor pareja de la noche, la casa se encargará de la bebida —exclamó con entusiasmo antes de alejarse.

Alicia soltó una corta risa, encantada por el gesto.

—Creo que nos delatamos —dijo, entre risas suaves.

—No me importa —respondió Ernesto, mirándola con ternura—. Esta noche quiero que todos sepan que estoy contigo.

Las copas tintinearon al llegar, y el vino brilló bajo la luz tenue.

El mesero, con amabilidad, sirvió la bebida y deseó una excelentísima velada.

Cuando el primer plato llegó, el aroma los envolvió. La combinación de sabores, la calidez del lugar y las miradas detenidas creaban una escena en la que todo parecía diseñado solo para ellos.

Ernesto levantó la copa con intencional solemnidad.

—Por nosotros, por este momento, y por todo lo que está por venir —dijo con un brillo de emoción en los ojos.

Alicia respondió con una sonrisa que parecía encenderle el alma.

—Brindo por nosotros, mi amor —dijo dulcemente, alzando la copa.

El sonido leve de las copas al chocar resonó como una melodía de promesa.

Las risas comenzaron a fluir con naturalidad. Hablaron de los días recientes, de pequeños descubrimientos y pensamientos, de lo que soñaban hacer cuando el trabajo y las rutinas se lo permitieran. Cada palabra compartida era un ladrillo más en la construcción invisible de su historia.

El tiempo corría sin peso mientras degustaban los platos y el vino envolvía el aire con su embriaguez pausada. Ernesto no dejaba de observar cada expresión de Alicia; la forma en que sonreía, cómo jugueteaba con el tenedor o inclinaba la cabeza para escucharlo. Era un retrato que no quería olvidar jamás.

El mesero trajo el postre, una creación delicada que emanaba un perfume irresistible. La conversación suavizó su ritmo, transformándose en silencios cómodos y miradas sostenidas. Ernesto tomó la mano de Alicia encima de la mesa, sus dedos rozándola con cuidado.

—Esta noche es perfecta —susurró él, con una sinceridad que le escapaba del alma.

Alicia se sonrojó ligeramente, sintiendo cómo esas palabras la envolvían, dulces y cálidas.

—Lo es. Y tú la haces aún más hermosa —respondió, sin apartar la mirada.

Él le acarició los dedos con una suavidad reverente, cuidadosa, como si temiera romper el momento.

—A veces pienso —dijo Ernesto con voz baja— que esto es exactamente lo que buscaba sin saberlo.

Ella sonrió, respirando hondo.

—Siento que hay algo especial entre nosotros —confesó Alicia—. Como si nos conociéramos desde siempre.

—Lo mismo pienso —dijo Ernesto con un leve temblor en la voz—. Cada palabra que compartimos me hace querer conocer más de ti, quedarme en tu mundo un poco más.

La tensión se volvió visible en el aire, pero no inquietante; era una atracción sincera, luminosa, que mezclaba deseo y ternura.

Las luces del restaurante se reflejaban en el cristal como estrellas, y los comensales a su alrededor parecían apenas sombras lejanas. En su mesa, el tiempo se había detenido.




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