La ciudad resplandecía esa noche como un escenario preparado para un reencuentro soñado. Las luces de las farolas se reflejaban en los charcos, y el aroma de las flores primaverales flotaba en el aire con una sutileza que prometía algo mágico. En su habitación, Alicia se arreglaba frente al espejo. El reflejo le devolvía la imagen de una mujer ilusionada, con las mejillas ligeramente encendidas por la emoción.
Aquel no era un día cualquiera. Se cumplía un año desde que Ernesto y ella habían comenzado a compartir su historia, un año desde la primera lluvia que los había unido. Mientras ajustaba los pendientes, su corazón latía con fuerza. Recordó sus risas, los paseos bajo las nubes, las conversaciones profundas y la manera en que él siempre encontraba las palabras justas para calmarla.
Alicia sonrió. Sabía que Ernesto había preparado algo especial para esa noche; podía sentirlo. Su amor, siempre atento y lleno de detalles, la había acostumbrado a pequeñas sorpresas que convertían lo cotidiano en recuerdos que se quedan viviendo en el corazón.
Cuando el reloj marcó la hora, tomó su abrigo, respiró hondo y pidió un taxi. La ciudad parecía más viva que nunca, con un manto de luces reflejándose sobre el asfalto húmedo. Y en ese brillo, Alicia sintió que la noche hablaba un lenguaje que solo dos corazones enamorados podían entender.
El restaurante elegido por Ernesto los había visto enamorarse. Allí donde alguna vez brindaron por "el momento anhelado", regresarían para celebrar su primer aniversario. Al entrar, Alicia quedó cautivada por el ambiente —un juego de luces cálidas, mesas adornadas con velas y pétalos, y el perfume sutil de un vino perfumado con especias.
Su mirada lo buscó de inmediato, y lo encontró de pie, junto a una mesa decorada junto a la ventana. Cuando Ernesto la vio aparecer, su sonrisa iluminó la estancia.
—¡Te ves hermosa! —exclamó, levantándose para recibirla.
—Y tú sigues siendo el caballero más encantador de todos —respondió Alicia con dulzura, mientras se fundían en un abrazo.
La cena comenzó con aperitivos que despertaban los sentidos. Compartieron copas de vino y risas. Ernesto, siempre con ojos brillantes al hablar, le contó historias del hospital, de pacientes que volvían a sonreír, de noches largas convertidas en esperanza.
—A veces es difícil —dijo, con la voz un poco más seria—, pero cuando veo a alguien recuperarse, todo el cansancio desaparece. Siento que vale la pena.
Alicia lo miró con admiración genuina.
—Eres un verdadero héroe —susurró, rozando su mano—. No solo curas cuerpos, también sanas almas.
Ernesto le respondió con una mirada cálida, de esas que se guardan en la memoria. La conversación fluyó como el vino: ligera, plena, sincera. Hablaron de sueños, de viajes que aún no habían hecho, de los temores que a veces los sorprendían.
—Nunca me imaginé sentirme tan comprendido —dijo él, casi en un murmullo—. Contigo todo parece tener sentido.
Alicia bajó la vista, ocultando una sonrisa emocionada.
—Eso es porque nos escuchamos —respondió—. A veces, no hace falta entender; basta con oír de verdad.
Cuando llegó el postre, un pastel de chocolate coronado con frutas, Alicia no pudo contener una carcajada.
—¡Es mi favorito! —dijo, entusiasmada.
—Lo sé —fue todo lo que Ernesto respondió, con ese tono travieso que tanto la derretía.
Cada bocado sabía a celebración.
Al salir del restaurante, un aguacero repentino los sorprendió. Las luces se difuminaban tras las gotas, y la ciudad parecía un lienzo de destellos bajo el agua. Ernesto, sin perder tiempo, abrió la sombrilla que llevaba consigo y cubrió a Alicia.
—Vamos, rápido —dijo riendo—. No quiero que te mojes demasiado.
Pero ella, lejos de huir de la lluvia, alzó el rostro hacia el cielo y dejó que unas gotas acariciaran su piel.
—Me encanta la lluvia —confesó.
Él la observó, fascinado. Había en ese gesto suyo una libertad que lo conmovía. Se acercó más, sujetando su cintura con delicadeza.
—Si te quedas mucho tiempo así, tendré que unirme a ti —dijo con humor.
—Entonces hazlo —replicó ella, desafiante y sonriente.
Ernesto rió y cerró parcialmente la sombrilla. Poco después, apenas les cubría los hombros. Fue entonces cuando, con una chispa en los ojos, preguntó:
—¿Te gustaría bailar?
Alicia lo miró perpleja.
—¿Bailar en la lluvia?
—Sí —dijo él, ofreciéndole la mano—. No hay música más bella que el sonido del agua cayendo.
Ella dudó apenas un segundo antes de dejarse llevar. Bajo la lluvia que caía con fuerza, comenzaron a moverse lentamente. No había melodía, pero sus cuerpos encontraban un ritmo propio; el de dos almas que se entendían más allá de las palabras.
Las gotas se mezclaban con las risas. Cada vuelta era un gesto de complicidad, cada paso un murmullo silencioso de amor.
Ernesto la sostuvo con firmeza, sus miradas atrapándose.
—Alicia —dijo, con voz seria pero suave—, ¿alguna vez has pensado en lo que deseas lograr en la vida?
Ella lo miró a los ojos, respirando el instante.
—Quiero vivir intensamente —respondió—. Quiero seguir creando, pintando, viajando… conocerlo todo. Pero sobre todo, quiero amar con libertad y ser amada igual.
Él asintió, conmovido.
—Quiero ser un mejor médico, ayudar más, pero también aprender a disfrutar —dijo—. Este momento… contigo… eso es vivir de verdad.
Ambos guardaron silencio. La lluvia sonaba como un aplauso infinito. Alicia se inclinó hacia él y le tomó la mano, colocándola sobre su pecho.
—Prometamos vivir de esta manera —dijo, su voz vibrante—. En la alegría y en los desafíos. Que cada día sea nuestro.
—Prometido —contestó Ernesto, con tono firme—. Pase lo que pase.
Sellaron la promesa con un beso cálido, lleno de emoción. Las gotas de lluvia cayeron sobre ellos, y el mundo pareció desvanecerse. Era un amor que no necesitaba testigos: el cielo bastaba.
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Editado: 07.11.2025