El Destino de dos Almas

Las flores que lloraron en primavera

El amanecer se había teñido de esperanza cuando Ernesto tomó las manos de Alicia. Aquella mañana, la ciudad despertaba con el aroma a tierra húmeda y los primeros rayos del sol jugaban entre las cortinas. En ese instante, el amor parecía eterno.

—Alicia —dijo Ernesto, con una voz que temblaba entre emoción y ternura—, prométeme que estarás a mi lado, pase lo que pase.

Ella lo miró con la misma devoción con la que se contempla un milagro. Sus dedos se entrelazaron y su voz salió baja, firme, sincera.

—Te lo prometo. Nunca te abandonaré. Si alguna tormenta llega, la esperaré contigo.

Esa promesa, sencilla y luminosa, parecía suficiente para sostener el mundo. Ambos creyeron ciegamente que nada ni nadie podría romper lo que habían construido. Pero el destino, en su forma más cruel, tenía otros planes.

La vida siguió su curso entre risas, proyectos y caricias, y durante un tiempo todo fue plenitud. Sin embargo, el equilibrio empezó a quebrarse lentamente, como el cristal que anuncia una fractura inminente.

La rutina no destruyó su amor, fue la distancia silenciosa la que comenzó a filtrarse entre ellos. Ernesto, cada vez más ensimismado, ocultaba un mundo de dudas detrás de sus ojos. Alicia lo notaba, pero prefería no preguntar. Le temía a la respuesta.

Una tarde, cuando el viento arrastraba fragancias de flores que comenzaban a despedirse, Ernesto llegó más callado de lo habitual. Se encerró en su estudio y pasó horas sin pronunciar palabra. Alicia lo observó desde el pasillo, sintiendo una presión extraña en el pecho, como si algo invisible la advirtiera.

Esa noche, las palabras llegaron.

El teléfono sonó y su eco cortó el silencio del apartamento. Alicia, con un presentimiento oscuro, tomó el celular con un nudo en el estómago antes de contestar.

—¿Ernesto? —preguntó con voz queda.

Del otro lado, su tono era hueco, casi ajeno.

—Lo siento, Alicia, pero voy a volver con mi exesposa —dijo finalmente, con una frialdad que le heló la sangre—. Lo hago por mi hijo.

El silencio posterior fue un abismo. Alicia sintió cómo su mundo se partía.

—¿Qué estás diciendo? —susurró, apenas contenida.

—No puedo seguir contigo. Debo volver a casa —repitió él, sin temblar, sin dejar escapar un atisbo de emoción.

Las palabras la atravesaron con la fuerza de un rayo que parte el alma. Cada sílaba se incrustaba en su memoria como un eco eterno. Antes de que pudiera responder, escuchó el clic del teléfono. El sonido del adiós.

Alicia se quedó quieta, sin comprender. El teléfono colgaba de sus dedos y el silencio de la habitación se convirtió en su enemigo.

—¿Por qué nadie me advirtió? —murmuró, hundiéndose de rodillas en el suelo—. ¿Cómo puedo salir de esto?

El dolor no vino en llanto inmediato; fue una parálisis prolongada. Luego las lágrimas llegaron, torrentes salados que caían sin consuelo. Se cubrió el rostro y sintió que el alma le pesaba demasiado para sostenerse.

Durante días, el tiempo se disolvió. Casi no comía, y el sueño se le escapaba como arena entre los dedos. Todo lo que alguna vez la llenó de vida había perdido color. El mundo seguía, pero ella permanecía suspendida en la oscuridad del desengaño.

La primavera se alejaba, y con ella la promesa de flores nuevas. La deslealtad se había convertido en la estación dominante. Cada rincón del hogar hablaba de Ernesto —el libro abierto sobre la mesa, la huella tibia de su café, el aroma tenue que aún llenaba el aire.

Una tarde, mientras miraba por la ventana, la esperanza de Alicia se quebró por completo.

—¿Dónde fallé? —se preguntó en voz baja—. ¿Por qué no vi las señales?

La traición había erosionado cada parte de su fe. Recordó las veces que él la miró con ternura, los besos bajo la lluvia, las promesas de un para siempre que dolía al ser recordado. Todo se había reducido a un eco doloroso.

—Nunca pensé que alguien a quien amaba pudiera hacerme esto —susurró, observando las lágrimas deslizarse por sus mejillas.

Cada lágrima era un recuerdo que se despedía.

Recordó la noche en que él la sostuvo entre sus brazos, diciéndole que su amor sería “para siempre”. Con el tiempo comprendió que aquel siempre había durado menos de lo que imaginó.

En medio del dolor, una pequeña chispa se encendió en su interior, la necesidad de sobrevivir.

Se levantó del sofá, con los ojos enrojecidos pero la voluntad naciendo, y dijo en voz firme:

—No puedo seguir así. Debo encontrar una manera de sanar.

Frente al espejo, apenas reconocía su reflejo. Los ojos apagados le devolvían una mujer distinta: aquella que había perdido el amor, pero no la capacidad de resistir.

Con vacilación, buscó su diario y lo abrió. La pluma temblaba entre sus dedos mientras escribía: “Hoy comienzo a soltar lo que me rompe. No sé cómo hacerlo, pero debo intentarlo.”

Palabra tras palabra, volcó sus pensamientos más oscuros. Lloró mientras escribía, pero con cada línea sentía que purgaba su dolor. Empezó a transformar las heridas en letras, los sollozos en frases. Era su forma de volver a respirar.

Las noches seguían siendo crueles. Despertaba a medianoche, abrazando la almohada vacía, sintiendo el hueco del cuerpo de Ernesto junto al suyo. A veces creía escuchar su voz en la oscuridad, pero al girarse, solo encontraba silencio.

Cada amanecer era una batalla contra la ausencia, pero también, un nuevo intento de renacer.

El tiempo avanzó con pasos lentos. Las semanas se volvieron meses. Alicia aprendió a convivir con la ausencia como quien aprende a caminar tras una caída. Aún dolía, pero ya no la definía.

Sin embargo, el destino, siempre caprichoso, volvió a ponerlo en su camino.

Una mañana, decidió escribir un correo electrónico a Ernesto. No lo hizo por esperanza, sino por cierre. En cada palabra, dejó un pedazo de su historia.

“Te mereces ser feliz. Y aunque me duele, deseo que la encuentres, incluso si no es conmigo”, escribió con una calma que nacía de su nuevo entendimiento.




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