El Destino de dos Almas

El Hilo Invisible

El lunes tenía un aire sencillo, una calma casi engañosa. Ni el cielo ni el viento sugerían que ese día marcaría un giro en la vida de Alicia. Acompañada de su hija Blanca y de la pequeña Polly, la perrita que trotaba feliz a su lado, habían salido a disfrutar de una tarde cualquiera: caminar, reír, curiosear vitrinas. Pero la vida, con su costumbre de entrelazar caminos sin aviso, tejía desde hacía tiempo un encuentro que todavía debía suceder.

Fue en una acera cualquiera, bajo el brillo dorado de las vitrinas, cuando el destino la obligó a mirarlo otra vez. Ernesto avanzaba con una mujer a su lado, una sonrisa tenue en el rostro mientras le hablaba, y el niño —tan parecido a él— descansaba en sus brazos. La escena le atravesó el pecho. El tiempo lo había cambiado: con una calma extraña, una lejanía nueva… casi irreconocible. Verlo así la rompió al instante.

Alicia se detuvo. El universo pareció contener el aliento. Las miradas se cruzaron apenas unos segundos, pero en ese instante mil pasados despertaron. En aquellos ojos existían ecos de ternura, destellos de un amor que alguna vez los cobijó, pero también el peso inevitable de lo que se perdió en el camino.

Sus corazones latieron en silencio. Ninguno de los dos pronunció palabra, y quizá eso fue lo más doloroso. La pausa que los unió un solo instante fue también la que selló una despedida que ninguno se atrevió a decir en voz alta.

Alicia sintió que las piernas le temblaban, una chispa de emoción y sorpresa corriendo por sus venas. Ernesto fue el primero en desviar la mirada. Siguió caminando sin detenerse, sin volver atrás. Ella lo observó alejarse, con su hijo en brazos, avanzando hacia su nueva vida, hacia un destino que ya no incluía el de ella.

El silencio se convirtió en un latido ajeno dentro de su pecho. Cada paso de él retumbaba como despedidas inconclusas.

—¿Mamá? —preguntó Blanca, con la voz dulce y preocupada—. ¿Qué pasa?

Alicia respiró profundo, tratando de recuperar el equilibrio. —Nada, cariño —dijo con un leve temblor en la voz—. Solo estoy recordando.

—¿Recuerdos bonitos? —insistió Blanca, mirándola con ojos curiosos.

Alicia dibujó una sonrisa frágil. —Sí, también un poco tristes —susurró.

El aire se volvió denso, lleno de cosas que no podían decirse en voz alta. Eran historias que vivían enterradas en su interior, pero que esa tarde escaparon por un resquicio invisible.

—Vamos, mamá —dijo Blanca, tomando su mano con ternura—. No te quedes ahí.

Esa frase fue como un ancla de claridad, un destello pequeño pero lo bastante firme para ordenar el caos interno. Alicia la miró, contemplando la inocencia de su hija, la pureza que aún no conoce de nostalgias profundas ni heridas que tardan años en cerrar.

—Tienes razón, mi amor —dijo acariciando su cabello con ternura—. No podemos vivir en el pasado.

Y continuaron caminando, dejando atrás los fantasmas del encuentro, al menos por fuera.

Pero dentro de Alicia algo persistía. Una cuerda invisible se tensaba entre el ayer y el hoy, vibrando con una memoria que ella preferiría no tocar. Podía sentirlo con claridad, casi como el eco de una canción antigua que se niega a morir, aunque la vida insista en seguir adelante.

Mientras Blanca y Polly jugaban frente a una tienda de juguetes, riendo entre colores y vitrinas brillantes, Alicia se quedó unos pasos atrás. Observó su reflejo en el vidrio: una figura quieta en medio del bullicio. No era la misma mujer que un día amó con todo el corazón, con una entrega casi temeraria. Tampoco era la que lloró en silencio cuando todo terminó y se prometió no volver a romperse. Era algo distinto, más complejo, una síntesis de todas las versiones de sí misma que había tenido que reconstruir, una mujer que seguía avanzando incluso con cicatrices que nadie veía.

La imagen de Ernesto caminando al lado de su esposa y su hijo en brazos la golpeó con una mezcla de tristeza y aceptación. Era una señal muda y cruel de todo lo que ya no le pertenecía. Así debía ser, se repetía una y otra vez, intentando convencerse, aunque en lo más hondo le siguiera ardiendo esa herida que nunca terminó de cerrar.

—¿Qué pasó con nosotros, Ernesto? —murmuró para sí misma—. ¿En qué momento dejamos de reconocernos?

La pregunta se escapó apenas como un suspiro, frágil, casi invisible, perdido entre el ruido de la ciudad, los autos, las voces, el mundo que seguía girando sin detenerse por su dolor.

Entonces levantó la vista y vio su reflejo triple en los cristales: ella, Blanca y Polly. Tres figuras superpuestas. Tres vidas entrelazadas por una historia nueva que todavía estaba aprendiendo a abrazar. Tres razones que le recordaban que, aunque el pasado doliera, también había caminos abiertos esperándola.

—Aceptar no es rendirse —pensó con una calma recién nacida—. Es aprender a encontrar paz en medio de la pérdida, sin dejar de avanzar.

Blanca se giró de pronto y corrió hacia ella con esa alegría que solo tienen los niños.

—¡Mamá, mira! ¡Polly quiere entrar en la heladería! —exclamó entre risas, señalando a la perrita que olfateaba la puerta con entusiasmo.

Alicia soltó una carcajada sincera, la primera completamente libre en toda la tarde, como si algo dentro de ella se aflojara por fin.

—Esa perrita tiene mejor olfato para las cosas buenas —dijo inclinándose para acariciar su cabeza—. Tal vez deberíamos seguir su instinto.
Y, por un instante, la vida volvió a sentirse ligera.

—Por supuesto —respondió Alicia, devolviéndole la sonrisa—. Cada día puede ser una nueva aventura.

—¿Hacemos un pastel este fin de semana? —preguntó Blanca con emoción.

—Prometido —dijo Alicia, inclinándose hasta su altura y besándole la frente—. Y si quieres, haremos una fiesta.

—¡Con globos y todo! —gritó la niña, dando saltos de felicidad.
Alicia rió con ganas, sintiendo cómo la risa de su hija lavaba todo resto de melancolía. Nada podía vencer a esa pureza.




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