El amanecer se derramaba lentamente sobre la habitación, bañando las cortinas con una luz dorada que parecía danzar con la brisa. Alicia se despertó con una energía diferente, con esa calma vibrante que solo llega tras una larga tormenta interior. Respiró hondo, dejando que el aire tibio llenara su pecho, y sonrió al sentir la nostalgia transformarse en esperanza.
Tras un largo tiempo de silencios, sanación y nuevos comienzos, su corazón había aprendido a latir con suavidad otra vez. El recuerdo de Ernesto, que antes dolía como una herida abierta, se había vuelto tan solo una sombra lejana en su memoria. Había aprendido a honrar el pasado sin quedar atrapada en él.
Pensar en él ya no la quebraba… tan solo le provocaba una mezcla de ternura y gratitud. Quizás, incluso, un deseo sincero de paz.
Mientras preparaba el desayuno, el aroma del café se mezcló con el canto de los pájaros que se filtraba por la ventana. Blanca apareció, con su cabello despeinado y una sonrisa que iluminaba la habitación.
—¡Buenos días, mamá! —exclamó la niña, estirándose como un gato al sol.
—¡Buenos días, amor! —respondió Alicia, acariciándole la mejilla—. ¿Lista para nuestra aventura de hoy?
—¡Sí! ¡Quiero ir al parque a volar cometas! —dijo Blanca, riendo y dando pequeños saltitos de emoción.
Aquella promesa, hecha días atrás, volvía a cobrar vida. Alicia asintió, sintiendo el entusiasmo contagioso de su hija. Tomó la cesta de picnic, la cometa que habían construido juntas y, sin más pensamiento que el presente, salieron al encuentro de la mañana radiante.
El parque se extendía ante ellas como una alfombra verde salpicada de flores. Alicia respiró el aire fresco, dejando que la naturaleza calmara cualquier pensamiento errático.
—Mira, mamá, el cielo está perfecto para la cometa —dijo Blanca, con los ojos fijos en las nubes suaves.
—Sí, cariño. Hoy volará más alto que nunca —respondió Alicia, sonriendo con ternura.
Ambas colocaron la manta sobre la hierba y extendieron la cometa, una mezcla de colores que reflejaban su alegría compartida. El sol acariciaba la piel, y por un instante, todo parecía en perfecta armonía.
Entonces, una voz conocida rompió aquel instante perfecto.
—Alicia… —dijo una voz masculina, grave, impregnada de emociones contenidas.
El viento pareció detenerse. Alicia giró lentamente y lo vio. Era Ernesto. Su figura, familiar y perturbadora, avanzaba hacia ella con un paso vacilante.
—Ernesto… —susurró, sorprendida, sintiendo cómo una vieja daga volvía a girar dentro del pecho.
Él la observó con una mezcla de pesar y deseo. Tenía los ojos cansados, las manos temblorosas, como si las palabras que estaba a punto de decirle le costaran cada respiración.
—He estado pensando en ti —dijo con voz quebrada—. No puedo seguir fingiendo. Mi vida se ha convertido en un tormento. Estoy con alguien que no me entiende… y donde realmente fui feliz fue contigo.
La confesión flotó entre ellos como un relámpago. Alicia bajó la vista, buscando en su interior el equilibrio que tanto había trabajado por conseguir. Antes de responder, una voz cortante irrumpió detrás de Ernesto.
—¡Ernesto! ¿Qué haces aquí? —gritó una mujer con furia.
Karen. Su mirada afilada se posó sobre Alicia con el filo de un cuchillo. En sus ojos ardía una mezcla de celos y resentimiento.
—¿Tú? —dijo con desdén—. Por fin veo a la causa de todos nuestros problemas.
Alicia la miró con serenidad, aunque por dentro sentía un torbellino. No quería volver a ese lugar de confrontaciones ni al papel de víctima.
—No estoy aquí para pelear, Karen —respondió con calma, su mirada firme—. No quiero ocupar el lugar de nadie ni revivir historias pasadas.
Ernesto intentó intervenir. —Karen, basta. Solo estaba hablándole. Necesitaba…
Pero Alicia levantó la mano con un gesto. —No, Ernesto. No tienes que explicar nada.
Karen dio un paso al frente, la voz aguda, impregnada de dolor. —¿Sabes lo que es vivir con alguien que todavía ama a otra? —escupió con rabia—. ¡Eres tú la que arruinó todo!
Alicia respiró hondo. Su hija, a unos metros, observaba la escena con los ojos grandes, sin entender. Eso la obligó a mantenerse serena.
—Karen —dijo en tono firme—, no vine para entrar en este tipo de conversaciones. Ernesto tomó sus decisiones en su momento. Yo ya no soy parte de su historia, y no quiero volver a serlo.
El silencio cayó como un velo. El aire se sentía espeso, casi sólido.
Ernesto la miró, con la desesperación vibrando en la voz. —Alicia, no digas eso. No puedo olvidarte. Nunca debí dejarte.
Ella sintió una punzada, pero ya no era de amor, sino de claridad.
—No me interesa ser tu escape ni tu redención —dijo con firmeza—. Me dejaste por Karen, y está bien. Fue tu decisión. Pero no esperes que ahora cargue con tu arrepentimiento.
Karen, repleta de furia, se adelantó de nuevo. —Te crees tan buena, pero sé que lo buscas, lo provocas.
Alicia la miró con compasión. —No, Karen. Lo único que busco es paz. La puerta que un día se cerró, permanece cerrada.
Tomó la mano de su hija, que la miraba con incertidumbre. —Vamos, cariño. Es hora de irnos —dijo con serenidad.
Detrás de ella, la voz rota de Ernesto clamó: —¡Alicia, por favor! No me dejes solo, no otra vez. Te necesito.
Alicia se detuvo un segundo, sin girarse. —Ernesto, no se trata de ti. Se trata de mí. He aprendido a vivir sin ti, y no pienso retroceder. Te perdono, pero no regresaré a ese lugar donde dejé de reconocerme.
Y así, dio un paso al frente. Su hija la seguía, ligera como la brisa. Atrás, el silencio pesaba como una despedida definitiva.
Cuando se alejaron del tumulto, el sonido de las risas y el viento entre las ramas pareció borrar el eco de la discusión. En una zona más abierta del parque, Blanca levantó la cometa y, con un impulso de inocencia, la dejó volar.
—¡Mira, mamá! ¡Mira cómo sube! —exclamó la niña, corriendo con una risa limpia que rompía la pesadumbre.
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Editado: 29.11.2025