Alicia trabajaba en silencio, concentrada en la revisión de un nuevo capítulo de su libro. El sonido del teclado marcaba el ritmo de su progreso; cada palabra escrita era una pieza de su reconstrucción personal. La calma de su oficina se sentía sagrada, un espacio que había levantado con esfuerzo después de tanto caos y lágrimas. Pero aquella serenidad estaba a punto de quebrarse.
El timbre del teléfono irrumpió como una nota disonante en mitad de una melodía perfecta. Por un instante dudó si contestar o no; algo dentro de ella presintió que al otro lado había una tormenta. Finalmente respiró hondo y atendió la llamada.
—¿Hola? —dijo con voz tranquila, intentando conservar la serenidad que tanto había aprendido a cultivar.
No tuvo tiempo de añadir nada más. Del otro lado, una voz explotó con furia contenida.
—¡Alicia! ¡No te atrevas a meterte en mi relación con Ernesto! ¡Si lo haces, lo pagarás caro! —gritó Karen, como si cada palabra fuese un látigo.
Alicia se quedó congelada. El teléfono temblaba entre sus manos, el corazón golpeando sus costillas con una fuerza. Intentó responder, pero la garganta no le obedeció. Y antes de que lograra articular una palabra, la llamada se cortó. El silencio posterior fue ensordecedor, tan abrupto que pareció un golpe seco. La amenaza quedó suspendida en el aire, helando su pequeña oficina como una sombra que se negaba a disiparse.
Durante algunos segundos permaneció inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Las palabras de Karen resonaban en su mente, corrosivas y filosas. No entendía cómo podían volver a alcanzarla los fantasmas que tanto le había costado enterrar, cómo lograban abrir grietas que creía selladas.
Se tocó el pecho, intentando calmar su respiración acelerada. Sabía que no podía permitir que el miedo volviera a dominarla. Se levantó, caminó hacia la ventana y miró la calle. El mundo seguía su curso, ajeno al temblor que la atravesaba por dentro.
Alicia inhaló despacio. Necesitaba recuperar el control, aunque fuera de a poco.
Esa tarde, cuando el reloj marcaba el final de su jornada, el sonido de la puerta volvió a irrumpir en la tranquilidad del lugar. Alicia cerró los ojos un momento, pidiendo silencio interior antes de mirar hacia la entrada. Ernesto estaba allí.
Su figura, alta y cansada, se recortaba contra la luz del pasillo. Llevaba el rostro marcado por la fatiga y el remordimiento, y su tono era el de quien ha perdido demasiadas batallas consigo mismo.
—Alicia, necesitamos hablar —dijo, acercándose despacio.
Ella lo observó por un segundo que pareció eterno. La amenaza de Karen aún ardía en su cabeza, pero ver a Ernesto frente a ella despertó una tormenta diferente: emociones que luchaban entre el amor que fue y la distancia que ahora debía mantener.
—No creo que sea un buen momento, Ernesto —respondió, dando un paso atrás.
Él frunció el ceño.
—Por favor, solo escúchame. Necesito explicarte lo que pasó en el parque. No puedo dejar las cosas así.
Alicia sintió una punzada de compasión, pero la memoria del dolor le sostuvo el alma firme.
—Tú tomaste una decisión —dijo con voz firme, tratando de mantener la compostura—. Elegiste a la madre de tu hijo. Lo hiciste sabiendo lo que eso significaba. No puedes venir ahora a pretender que el pasado no duele.
Sus palabras, aunque dichas con calma, tenían filo. Ernesto bajó la mirada.
—No quise lastimarte —susurró—. Solo quiero enmendar lo que rompí.
Ella respiró hondo, mirando sus propias manos.
—No puedes. Ya no de esa manera. Mientras tú seguías con tu vida, yo tuve que aprender a vivir sin ti… reconstruirme desde lo que quedó después de tu adiós.
—Solo te estoy pidiendo una oportunidad... una pequeña —imploró él, acercándose un paso más.
Alicia negó suavemente.
—No —dijo, y su voz, apenas un murmullo, sonó más fuerte que un grito—. He aprendido a cuidar de mí. No volveré a abrir una puerta que me costó tanto cerrar.
Ernesto se quedó quieto, sus hombros cediendo a la derrota.
—Lo siento —murmuró, y aquellas dos palabras flotaron pesadas entre ambos, antes de que él se diera la vuelta para marcharse.
Alicia esperó a que la puerta se cerrara antes de dejarse caer en la silla. Su cuerpo temblaba. Sabía que esa batalla recién comenzaba.
Al día siguiente, una noche de insomnio y pensamientos persistentes le había impedido descansar. Cuando por fin el amanecer tiñó la ciudad de azul, Alicia pensó que lo más sensato era sumergirse en su trabajo. Pero a mitad de la mañana, el timbre volvió a sonar.
Abrió la puerta, y nuevamente, Ernesto estaba allí. Su expresión reflejaba desesperación.
—Alicia —dijo, con voz temblorosa—. Lo siento por lo que pasó con Karen. No imaginé que reaccionaría así. Ella no soporta verme hablar contigo.
Alicia lo miró fija, incapaz de ocultar el cansancio.
—Ernesto... no lo entiendes. —Su voz tembló al principio, pero cobró firmeza—. No puedo abrir de nuevo esa puerta. Una vez te fuiste, me dejaste sola cuando más necesitaba que te quedaras.
Sus palabras cortaron el aire. Ernesto bajó la cabeza, humillado por la verdad.
—Sé que fallé —susurró—. Karen me controla, me amenaza... no sé cómo escapar de esa relación. Solo contigo siento que respiro.
Alicia respondió sin vacilar: —No soy tu salvación. Has cargado tus decisiones, como yo las mías. Pero no me pidas que vuelva a sufrir por algo que ya sobreviví.
Ernesto pareció romperse en mil fragmentos frente a ella. Las lágrimas, contenidas demasiado tiempo, comenzaron a caer.
—Te necesito —dijo con desesperación, extendiendo una mano temblorosa hacia ella.
Ella retrocedió un paso.
—No confundas culpa con amor —susurró.
Fue entonces cuando una voz resonó desde el pasillo, cortante y envenenada.
—¿Así que aquí estabas, Ernesto? —La figura de Karen emergió en el umbral. Su rostro estaba deformado por la ira.
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Editado: 29.11.2025