Mi madre, al leer lo que le confesé, guardó silencio. Por unos momentos pensé que la había perdido otra vez… Pero cuando por fin respondió, lo hizo como siempre lo hizo cuando estaba en casa: con amor.
—"Hij@, si eso te hace feliz… entonces tienes todo mi apoyo." Sus palabras fueron tan suaves, tan cálidas… como un abrazo que viajaba por el correo, directo a mi corazón.
Ahí me quebré. Lloré como un niño. Como ese niño que nunca pudo hablar. Que nunca pudo mostrarse. Que siempre tuvo que fingir.
Ese día, decidí aceptarme. Con miedo, sí. Pero también con esperanza.
Y aunque me hubiese gustado que terminara ahí, con un final feliz… la vida tenía otros planes.
Hablé con mi padre.
Y fue todo lo contrario. El hombre que me crio, que me enseñó a nunca mostrar debilidad… gritó. Golpeó la mesa. Y por primera vez en mi vida, lo vi llorar.
—"¡Tú no eres mi hijo!", gritó. —"¡Yo no tengo hijos homosexuales!" —"¡Eres mi mayor decepción!"
Y luego… dijo las palabras que me arrancaron el alma:
"Tú y tu madre están muertos para mí. Mañana que regrese del trabajo… no quiero que estés aquí."
Me quedé en shock. Paralizado. Quise responder. Explicar. Defenderme. Pero no pude. Solo… lloré.
Mis hermanos estaban ahí. Solo me miraron. No dijeron nada. No una palabra. No un gesto.
Mi padre se levantó de la mesa, se encerró en su cuarto… y esa fue la última vez que lo vi en años.
Esa noche no dormí. No comí. No pensé. Solo lloré, con la maleta abierta en el suelo, sin saber a dónde ir, pero sabiendo que ya no podía quedarme.
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Editado: 21.09.2025