Después de tanto tiempo sin verla, recibí un mensaje.
Era mamá.
Estaba en la ciudad y quería verme.
Al leerlo, me quedé congelada… y luego grité de emoción. No lo podía creer.
Ese día no practiqué. Me salí antes del entrenamiento. Corrí a casa como una niña pequeña. Estaba ansiosa, con mariposas en el estómago, sentada en el borde del sofá.
Cuando abrió la puerta, el tiempo se detuvo.
Ahí estaba ella.
Igual que como la recordaba. Tan femenina, tan elegante, con ese perfume inolvidable que siempre usaba cuando iba a la iglesia o cuando preparaba algo importante.
Nos miramos. Y lloramos.
Hablamos por horas. Como si los años no hubieran pasado.
Me contó cosas. Le conté todo. Pero lo más importante fue el silencio que hubo justo antes de que se fuera.
Sacó de su bolso una pequeña caja. Me la extendió.
— Quiero que tengas esto —dijo.
La abrí, y dentro estaba su anillo.
El anillo que jamás se quitaba. Sencillo, de oro. Sin piedras. Sin adornos. Pero era ella.
— Era de mi madre. Ahora es tuyo. — Siempre que estés triste, míralo. Siempre que lo lleves puesto, estaré a tu lado.
No supe qué decir. Solo lloré.
Se fue después de eso. Me prometió que vendría más seguido.
Y esa noche dormí con el anillo puesto.
Porque por primera vez en muchos años,
no me sentí sola.
El anillo es más que oro.
Es promesa. Es amor. Es hogar.
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Editado: 28.08.2025